Tríptico de Philip Larkin y los sapos

I.

Los sapos y los hombres nunca nos hemos llevado muy bien, como demuestra el hecho de que ninguna cultura de buenos salvajes ha dado al sapo culto divinal y ni siquiera lo ha tenido por delicia gastronómica. La única olla que ha conocido es la olla pestilente de las brujas; por lo demás, nadie se ha sentido tan tentado por la originalidad como para comérselo. Algún mecanismo atávico nos hace desconfiar de todo lo anfibio, igual que consideramos las tierras pantanosas como lugar de aparición del mal. Los sapos han sido algo así como el negativo maléfico de la rana pero han ejercido más de comparsas del mal que de protagonistas –más o menos como una serpiente sin pecado. A lo más que han llegado míticamente es a empollar al basilisco. El sapo no provoca espanto sublime sino que se limita a desencadenar el “efecto puajh”. Ese carácter secundario del sapo casa bien con su carácter pacífico, de comedor de moscas. Tiene una torpeza inelegante al caminar que puede llevar más a compasión que a repugnancia. Y esa mirada de poca inteligencia que apreciamos también en algunos hombres.

Días atrás, en el campo, tenía que trabajar de noche y me iba de una casa a otra para conectarme a internet. En el camino había mucha lluvia y poca luz; por lo demás, un silencio nada amenazante. Era en esos paseos cuando me encontraba con un sapo que hacía su ronda de noche, feliz –imagino- de tanta humedad. Era un sapo jovencito, casi un amateur, sin la rotundidad de monstruo que alcanzan de mayores y que los hace excelentes como pieles de cartera para quien logre vencer la aprensión. Aquel escuerzo tenía algo de animal contemplativo y solitario, por lo que allí, a la mitad de la noche, llegué a apegarme a él como compañero de soledades, envidiando su mocedad irresponsable, ociosa –envidiando el oficio de pasar la vida papando moscas. Uno se agarra a lo que puede.

Ese sapo me hizo pensar en otros sapos que descubrí, por azar, este verano, afanado también en soledades. En la biblioteca, de noche, oía de cuando en cuando cómo algo golpeaba contra la tela mosquitera, y no tardé en recordar que, cuando niño, solía haber allí una especie de escarabajos suicidas o kamikazes, de vuelo muy corto, que golpeaban contra la ventana y luego aterrizaban malamente. Como suele ocurrir, tenían los dones mal repartidos: tenían el don de volar sin tener el don de aterrizar. En fin, al mediodía siguiente, salí a ver si había alguno de estos escarabajos pero no vi ninguno: a cambio, me llamaron la atención unos pequeños bultos pardos en el marco de la ventana. Cogí un palo y los palpé y –con sorpresa- descubrí que se trataba de una especie de colonia veraniega de sapos que se dedicaba a sestear.

En aquel momento pasaba también por allí un hombre –conocido a su vez por el zoológico apodo de El Piojo-, que me confirmó con su biología también parda pero muy segura que, en efecto, se trataba de una especie de “sapinos” más pequeños. Pareció referirse a ellos con piedad franciscana. A mí me hicieron gracia por venirme a recordar que, de alguna manera, el mal late y se esconde en cualquier parte, agazapado y fuera de nuestra vista, pero actuante y existente, parte fundamental del cuadro. Y seguramente de alguna manera misteriosa nos damos cuenta de estos sapos agazapados y fuera de la vista: siempre hemos considerado que los bichos tienen algún efecto misterioso, como muestran esos cuadros del barroco en que alguien parece entrar en agonía al ver de muy lejos una serpiente porque sospecha que su misma fetidez emponzoña el aire. Alguna verdad habrá en eso, y alguna tranquilidad sentí al ser consciente de la compañía algo inquietante de los sapos. También sentí el aguijón del viejo pecado: matamos algunos sapos de niños, hasta que la autoridad paternal nos reconvino precisamente con un argumento de autoridad: “se comen las moscas”. Además de la conciencia de convivir con lo incómodo, seguramente había ahí la lección política de que a muchos males se les puede sacar algún partido.

II

Entonces no hubiera creído que pudiera terminar con tanta admiración hacia Philip Larkin: muy al contrario, empecé detestándolo. Tenía quince o dieciséis años y ni sabía quién era Larkin ni mucho menos que hubiera escrito sobre sapos. Cosa extraña, mi primera referencia fue algo tan adecuadamente poético como oírlo recitado.

Estábamos en un vips, a la hora perezosa de la media mañana, y tiempo antes de que el vips se convirtiera en un malestar de la vida contemporánea que seguramente algo le hubiera insinuado al propio Larkin. Había quedado con un chico que me sacaba unos pocos años y unos pocos pisos, pues vivíamos en la misma casa. La particularidad del joven es que era poeta, y había publicado un libro de poemas tan voluntarioso como grandilocuente –se llamaba algo así como El Ara de los Tiempos-, en una de esas editoriales que malviven del sarampión poético de los postadolescentes sin mucha discriminación –para satisfacción general, todo son obras maestras.

El muchacho anunció la presentación de su libro pegando un folio en el ascensor de la casa, con una falta de sentido del ridículo muy poco larkiniana, por cierto, y cosechando bastante indiferencia entre los vecinos de la casa, todos pertenecientes al gremio de los nonagenarios y más interesados ya por las oraciones que por los poemas. A mí el chico no me caía mal por ser un gordo barbudo de ampulosidad extrema –casi simpatizaría con él por eso- sino por su afán de luchar contra el mundo llevando ropas negras; de alguna manera, a mí me parecía que la lucha contra el mundo se legitimaba siempre que no se hiciera notar: había que luchar contra el mundo adoptando sus mismas armas, es decir, llevando, por ejemplo, un jersey convencional, color burdeos. Al fin y al cabo, pensaba, lo propio de la poesía era ir por dentro; las cosas cobraban valor tan sólo al ocultarse, la pose artística era un envilecimiento por mercadear con lo sagrado. La poesía era algo tan sublime que podía quebrarse con sólo mencionarla. Después de decirme que había ido –horror de los horrores- a un “taller literario”, creo que sólo habría podido caerme peor de pedir una copa de absenta. Pero es posible que no tuvieran en el vips.

 

De alguna manera, mi vecino –hoy desaparecido-, se fue envalentonando; los pocos años se prestan mal a la elocuencia y no pude pararle cuando, después de citar con toda resonancia a la Diosa Blanca, empezó, a voz en cuello, a declamar precisamente este poema de Larkin:

Cuando veo a un chico y una chica

y sé que él se la folla y que ella

toma la píldora o usa diafragma,

sé que esto es el Paraíso

que todos los viejos soñaron vivir

(…)

Todos los viejos del vips, por supuesto, se volvieron hacia nuestra mesa, donde el vate seguía iluminando los ámbitos:

Eso es vida;

nada de Dios, ni de sudar de noche

pensando en el infierno, ni de ocultar

lo que opinas del pastor. Ese y su

amigos se deslizarán, maldita sea,

libres como pájaros. Y de inmediato,

más que en palabras, pienso en ventanas altas:

el cristal en donde cabe el sol y, más allá,

el hondo aire azul, que nada muestra,

y no está en ninguna parte, y es interminable.

Muy a mi pesar, tuve que admitir interiormente que el final de poema sabía expresar el sentimiento de infinitud difusa que la poesía busca expresar, pero al margen de la literalidad del poema –tanto “follar”, tanta ligereza y violencia al hablar de cosas serias-, me pareció algo mucho peor –me pareció moderno, cuando uno creía que la  poesía, con algunas excepciones reaccionarias, había terminado con la agonía del último simbolismo. El poeta terminó invocando de nuevo a la Diosa blanca y nos levantamos de nuestra mesa, junto a las grandes ventanas del vips. El poema de Larkin –yo no lo sabía- se titulaba justamente Ventanas Altas. Al despedirnos para no vernos nunca más, pensé con impiedad juvenil que mi nuevo ex amigo caminaba –pobre hombre- con la torpeza de un sapo. Por entonces, uno sólo tenía su veneno, y ninguna compasión. 

III

Naturalmente, días después compré Ventanas Altas de Larkin. Y, naturalmente, siguió sin gustarme, y allí estuvo varios años, en las estanterías, mientras yo no hacía sino ir comprando todos los demás libros de Larkin –el titubeante The North Ship, The Whitsun Weddings, The Less Deceived-, sin informarme mucho más de la figura de un poeta cuya cara y cuya vida no había visto ni querido conocer.

Para este acumular de libros de un autor que a uno no le gustaba no había ninguna explicación previa salvo el hecho de que también pasaba con otros –con Gide, por ejemplo-. El caso es que han pasado los años y sí parece haber una explicación a posteriori, pues ahora uno no lee ni mucho menos la misma cantidad de poesía que antes y, sin embargo, resulta que uno siente por Larkin una admiración ardiente, aunque precisamente sea la parte de la represión sexual la que uno estima menos. Quizá, entonces, Larkin era una lectura algo áspera y difícil –un verso entrecortado y económico, sin concesiones sentimentales. Bien pensado, tenía algo de anfibio en su obra, y aún más en su vida, en la que ganó fama de escuerzo abominable, según supe después. Pero estaba sin duda el infinito de las ventanas altas, y también el viento en la noche de bodas, la supervivencia del amor, la desaparición de Inglaterra, las ferias de tratantes de ganado, la incomodidad de la vida social y la seriedad que es una iglesia: en definitiva, lo más representativo de Larkin, aunque lo más atractivo no sea el verso deslumbrante como el sol en las ventanas altas sino el tono general. Poco faltaba para llegar a sus sapos.

Es muy posible que nadie haya hecho tanto como Larkin por los huraños de este mundo: hay en su poesía a la vez el descrédito de la pasión y el carácter tornadizo propio de la pulsión quijotesca que se ha atribuido al británico medio, es decir, alguien muy insatisfecho con el mundo pero no menos insatisfecho consigo mismo, igual, tal vez, que quien se ve obligado trabajar de noche. Al fin y al cabo, son hombre y sapo los que van de la mano en su poema, como yo no tardaría en descubrir en mi discontinua lectura larkiniana. El desaliento queda implícito porque el escepticismo, que afecta a todo, afecta también a la insatisfacción. Como todos los huraños, Larkin era también hombre orgulloso –y, como todos los orgullosos, tan propenso como cauteloso ante el ridículo: alguien, también, que llega a sospechar de sus propias intenciones.  Él mismo se resumió diciendo que no quería ir por ahí haciendo de sí mismo. La poesía de Larkin cobra aún más valor al haber vencido tanta autoconciencia, aunque esto sea más cuestión de entretenimiento especulativo que justificación del gusto por Larkin. De alguna manera, la vida es para Larkin un lugar infeliz pero sobre todo un lugar inadecuado. Curiosamente, con el vecino poeta uno había seguido sin quererlo la máxima del propio Larkin: "es muy prudente evitar que los demás sepan cómo somos".

“Give me your arm, old toad; / help me down Cemetery Road”. Así termina Philip Larkin el segundo poema que dedicó a los sapos, versos que uno suele utilizar como jaculatoria cada vez que el mundo nos expone a una contradicción, con traducción muy libre y quizá algo vallejiana: “dame la mano, viejo sapo; / vámonos juntos cementerio abajo”. Baste con decir que uno se ve obligado a repetírselos muchas veces, y esos días de trabajo en el campo, junto a un sapo de verdad, no dejaban de plasmar en la realidad la resignación de Larkin: una resignación al mismo tiempo absoluta y en tono menor, más cercana a la quejumbre que al patetismo; un sobrio desapego de ese “yo” que nunca basta; un malestar propio de clase media que vive la edad adulta –los trabajos, las facturas- como un anticlímax, como una responsabilidad tediosa y mal retribuida, sostenida más por cierta fe en la inercia que por el poder de una ilusión o de una ambición ya previamente sepultada. Así, esas desesperanzas del mundo, con la cualidad de agravio que tienen al ser poco apoteósicas, abocan tan sólo a la compañía piadosa del sapo que acompaña nuestra indefensión camino del abandono, como un coche en el desguace. De modo que, a la vuelta de los años, algo hay que agradecer a los sapos, y más aún a Philip Larkin, y también a mi vecino el poeta, cuando uno fue en su día amargamente injusto con los sapos y con Larkin y con el vecino poeta. En estas cosas pensaba estas noches pasadas de lluvia y poca luz, de tanto silencio, cuando iba a trabajar y me encontraba al sapo y le pedía que me acompañara cementerio abajo: quizá fue muy larkiniano que él prefiriera seguir con sus moscas, y que uno se quedara como estaba. Exorcizando a tientas la memoria.

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