Los carteles

En las campañas escasean ya los carteles de papel, los de toda la vida, esos cuya pegada conserva ecos menestrales, con un operario (militante o no) que lleva en brazos una pila de ellos, intentando que no se le desparramen por el suelo, y otro que los va adhiriendo con el engrudo y la escobilla. En paralelo a los debates televisados entre candidatos, siempre ha habido otra contienda directa para imponerse al adversario, contienda sin necesidad de falsa cortesía, anterior a la dialéctica, librada con nocturnidad, silenciosa y a la vez expeditiva como un empellón, que ha consistido en tapar el cartel del otro con el cartel propio.

Se pierde la tradición, en parte por ahorro y en parte porque es el signo de estos tiempos digitales. Del acto inaugural de la campaña se mantiene el nombre, pegada de carteles, pero es una obsolescencia que en realidad está denominando el encendido de pantallas. Luego, a pie de calle, lo que es literalmente a pie de calle –otra cosa es esa especie de estandarte pareado con la efigie del candidato que ponen en lo alto de las farolas de las avenidas–, carteles hay pocos, y cada vez más relegados desde que se prohibió pegarlos en cualquier pared.

Siempre me ha gustado ver cómo iban sacando, de no sé qué misteriosos almacenes supongo que municipales, los armatostes herrumbrosos en cuyas planchas de metal o tablas de conglomerado se pegan los carteles como sellos para franquear el voto hacia la urna. En algunos aún es posible atisbar restos de arqueología electoral, jirones de colores desvaídos con un fragmento de montura de gafa de Carrillo o un sinuoso trazo rojo de aquella a minúscula ventruda de Alianza Popular. En los días previos a la campaña, cuando por ley todavía no se pueden fijar los carteles nuevos, la presencia muda de estos armazones me produce una agradable sensación de anticipo similar a la de la iluminación navideña a principios de diciembre, instalada pero aún no encendida.

Los carteles a ras de suelo, al alcance de todos, han venido permitiendo una cercanía icónica con el elector y, por tanto, una cierta interacción muy burda pero muy democrática. Al tener al candidato cara a cara, nunca ha faltado quien haya cogido el rotulador para pintarle colmillos y perilla mefistofélica, para motejarlo, con caligrafía urgente, de ladrón, o para dejarle escrito un admirativo «olé tus huevos». Bien es cierto que ahora al candidato se le puede llamar ladrón o ponderarle los dídimos directamente en su cuenta de Twitter. Hasta es probable que lo lea. Sin embargo, así se pierde toda la gracia de la pequeña travesura.  

No tendría por qué, pero de hecho la insipidez de lo virtual y la insipidez de la política de nuestros días van parejas. Las campañas electorales de la Transición estaban tupidas de pura celulosa, con carteles hasta el último resquicio de la última fachada, y octavillas volanderas lanzadas desde las ventanillas abiertas de los coches, como confeti de siglas que alfombraba las calles de España. Un gasto, sí, pero también un indicio de entusiasmo. De aquello sólo quedan esos pobres armatostes desde donde nos mira, quizá por última vez, un señor al que le asoman por debajo del labio dos caninos negros torpemente dibujados.

 
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