¡Y cayó “el tomate”!

Ya no veo la televisión. Sólo me dejo caer por alguna competición deportiva y por algún documental de La 2. Lo primero, cada domingo, y lo segundo, naturalmente, es broma. Cuando quiero ver algo en televisión, algún debate interesante o algo así, suelo inclinarme por aquellas cadenas –pocas- que permiten descargar su programación a través de Internet. Admiro la libertad que nos permiten estos nuevos tiempos y celebro con ansia el fin de la tiranía de los que han manejado inútil y malvadamente las cuerdas de la marioneta televisiva en los últimos años.

No sé lo que hay en la televisión actualmente, pero hace algunos meses, cuando dejé de engrosar la lista de televidentes, la oferta era deprimente. Con contadísimas excepciones. Los programas, malos. Las series, todas iguales. La crueldad asomando por cualquier esquina. La violencia, gratuitamente macabra. El humor, hiriente, zafio y tendencioso. ¿Qué les voy a contar que no sufran?

Leo en la prensa sobre las series que triunfan ahora. A veces paso frente a la televisión y oigo los diálogos desde lejos. Imagino entonces a los Golfos Apandadores –ilustres delincuentes-, con sus camisetas llenas de rayas, tomando notas como locos. Sentados y concentrados, frente a los capítulos que tienen a media España encandilada. Esas series que consisten en que un descerebrado, con algún tipo de patología intratable, descuartiza violentamente a alguna víctima inocentísima, para que posteriormente Supermán y Supermana puedan llevar a cabo la investigación que descubra al asesino. Ésta se ejecuta de la forma más realista posible, ofreciendo así, gratuitamente, suculentas pistas a los más peligrosos delincuentes. Porque los malos también ven la tele. Y lo que es peor: estas series ofrecen nuevas ideas a todo tipo de malhechores y perturbados mentales de diversa índole. Como si no tuviéramos suficiente con abrir el periódico en la sección sucesos, o con ver un telediario de Antena 3, que es más o menos lo mismo.

Esta mugre que se dice policiaca, machacona y espeluznante, televisada con el mayor de los realismos, dicen, es lo mejor de la televisión. Si esto es lo mejor, ¿qué esperar de lo peor? Un vertedero aburrido, ideológicamente podrido, en el que, aún encima, en vez de pagarle a usted por soportarlo, le obligan a ver miles de anuncios cada hora, como si el producto tuviese realmente algún valor.

Pero mi reciente y millonaria donación a la ANAMT (Asociación No Al Maldito Tomate) no responde sólo a criterios morales, filosóficos y estéticos. Sino más bien a una reacción explosiva ante una tragedia crónica que asola mis días. La desafortunada costumbre de la camarera del lugar donde tomo café a diario: sube y sube el volumen de la televisión hasta el infinito cada vez que empieza el tedioso espacio tomatero. O sea, a la pacífica hora del café. Todos los del bar hemos de sufrir obligatoriamente la última gran exclusiva de la Tamponja, que ha tropezado en la calle Serrano con un “gallardómetro” y se ha tragado una de las valiosas perlas de su collar. O la última de Chopolo, que con muy buen criterio le ha espetado amablemente a un plumilla tomatero eso de “o me dejas en paz o te hago comer la cámara, primero, y el trípode después”. “Libertad de expresión”, “¡estamos trabajando!”, “¡respeto a los compañeros!”, gritan los presentadores. En fin, toda esta patraña de cuyo formato el gran José María García ha reconocido ser un gran admirador, demostrando que últimamente hace y dice muchas cosas extrañas. Esa tortura diaria, en el bar, con esas voces crispantes y esas historias para dementes es la razón por la que hace tiempo sueño con el día en que se diluya esto que algunos llaman “el tomate”, para desprestigio y vergüenza ajena del ilustre alimento que tiñe de rojo nuestras ensaladas.

Los “tomateros” han anunciado, por fin, que se marchan. No les echaremos de menos los que llevamos toda la vida echándoles de más. A ellos, a los “granhermanos”, a los “talentitos”, y al resto de la turba del fango televisado. Desde el próximo lunes podré tomar café tranquilo y removerlo mansamente, contando los días que faltan para que llegue -al cien por cien- la televisión “a la carta”, y podamos acabar con esta situación de sumisión a las cuatro o cinco alimañas que controlan y malversan el cotarro televisivo.

 
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