El envidioso

La envidia es un pecado desconocido para mí. Y resulta extraño. Porque, como buen católico, frecuento casi todos los demás con mas afición de la que debería. Pero la envidia no me tienta en absoluto. La envidia convierte al pecador en un envidioso y eso, más que un pecado, es una engorrosa enfermedad que rara vez puede curarse acudiendo al confesionario. Al envidioso crónico le provoca celos hasta el poder de perdonar los pecados a los demás, y así no hay propósito de la enmienda posible.

El envidioso es un tipo que considera que todo cuanto ha logrado el resto de la humanidad es fruto de la suerte o el azar, al tiempo que se ve víctima de un complot universal contra su porvenir, y se considera azotado duramente por la injusticia. Tiene todo lo malo del inconformista, todo lo malo del apasionado, y todo lo malo del resentido. La envidia es un incendio en su corazón, pero él no lo ve. Sólo tiene ojos para odiar el bien de los demás, para culpar al mundo de sus infortunios, y para imaginar conspiraciones como molinos de viento quijotescos. Al fin, el envidioso, como el columnista, comete el grave error de concederse siempre demasiada importancia.

El celoso brilla en sociedad porque sonríe y calla. Pero otorga con la mirada. Guarda en su interior los rencores. Cuando se junta con otros de su calaña, deslumbra a los presentes con sus ambiciones. Una reunión de un clan de envidiosos es como una fiesta de cotorras en la que el único pasatiempo es hablar más de la cuenta y calumniar al envidiado. Pocas cosas más patéticas nos ofrece la vida: seis perdedores despellejando a placer a un hombre con suerte a la hora del café. España alberga miles de cafés así cada mañana.

Existen tres variedades generales de envidiosos: el pasivo, el activo, y el terrorista. El envidioso pasivo se lamenta constantemente de su mala suerte, al tiempo que mira alrededor, despreciando en su interior cualquier éxito ajeno. El envidioso activo es como el pasivo, pero lo exterioriza sin descanso, lo pregona a diestro y siniestro, por lo que resulta increíblemente cargante. Y el terrorista es aquel envidioso activo que ha decidido pasar a la acción. El envidioso-terrorista se sorprende a sí mismo de madrugada, aflojando los tornillos de la bicicleta de su envidiado, rompiendo a pedradas las lunas del Jaguar del vecino, o enviándole a la espectacular novia de su amigo un dossier lleno de injurias sobre su querido para intentar sabotear su idilio.

La envidia es el pecado más ordinario de todo el infierno. El envidioso pierde el norte y se enfada porque el nuevo rico de su vecino se ha comprado un todoterreno de color rosa Hello Kitty. Llora por las noches pensando en el todoterreno, entre sueños de color rosa Hello Kitty. Y se asoma cada mañana a la ventana, a horas intempestivas, sólo para verlo salir del garaje y maldecirlo. Un envidioso que, con tal de ser más que su compadre, ansía ser tan hortera como él, no se merece un final feliz. No se me ocurre nada más ordinario que anhelar una ordinariez. Nada más cursi que suspirar por una cursilería.

Algunos eximen de su culpa al envidioso sentimental. Se refieren a aquel individuo que está dolido porque la novia de su amigo es muy rubia, muy alta, y muy guapa. En mi opinión, no merece dispensa alguna. El envidioso sentimental es igual de despreciable que todos los demás, por cuanto la rubia está con quien le da la gana, con independencia de su belleza y altura. Desear que cambie de brazos por un celoso capricho es de una bajeza incomparable. Cierto es que el envidioso sentimental lleva en su pecado la penitencia: un resentido lleno de complejos resulta tan atractivo a una hermosa dama como un periodista de guardia, un capo de la mafia, o el dueño de un cabaré.

Como hombre dedicado a las letras, y por tanto especialmente inclinado al mal, yo debería ser presa de todas las envidias del universo. Pero por suerte, la envidia es incompatible con la pereza. Exige estar demasiado pendiente de lo que logran los demás, y analizarlo en términos competitivos. Nada más sofocante. Nada más cansino. Para un cristiano, tener que vivir la vida como una competición entre almas sería una pesadilla. Por suerte, el Evangelio señala en otra dirección, para desdicha del envidioso.

Si algo realmente atractivo ha traído el cristianismo a la tierra es la posibilidad de vivir sin la angustia de tener que rivalizar, conscientes de que la salvación es individual, se logra esencialmente a través del amor, y, en último caso, está asistida siempre por la misericordia de Dios. Tal vez esto último logre que algún envidioso alcance a entrar en el Reino de los Cielos. Pero para entonces, si tengo ocasión, alzaré la mano enérgicamente en pleno Juicio Final, planteando algunas objeciones a tal exceso de misericordia. Al envidioso, ni agua. Lo advierto ahora para evitar malos entendidos.

Itxu Díaz es periodista y escritor. Sígalo en Twitter en @itxudiaz

 
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