Los incondicionales

De un tiempo a esta parte, algo así como veintiséis años, me irritan los fans que son demasiado fans. Todas esas muchedumbres capaces de tragar con lo que sea, siempre y cuando venga de sus ídolos. Ya sean músicos, escritores, cineastas, futbolistas o políticos. El fenómeno fan irracional e incondicional es un retroceso. Una vuelta a la idolatría más cutre. Una estupidez.

En Ámsterdam, se presentaba en 2007 el film “Music and Lyrics”, protagonizado por Hugh Grant. Cientos de personas se agolpaban a las puertas del cine Ámsterdam Phate, esperando la llegada del actor. De pronto la gran estrella descendió de su coche, regalando sonrisas y abrazos a sus seguidores. En medio de una impresionante lluvia de flashes y gritos de histeria, una joven saltó el cordón policial armada con unas esposas. Se acercó al actor y se esposó a él. En unos segundos, el popular actor se vio encadenado a una fan. Fotógrafos de todo el mundo inmortalizaron la desconcertante cara que se le quedó a Hugh Grant junto a la sonrisa de oreja de oreja de la niña, que levantaba su mano –y la del actor encadenado- como enseñando el trofeo. Diez eternos minutos estuvo Hugh Grant atrapado e inmóvil. Se le vio preocupado, como dudando de su suerte, por si la niña fuera una suicida bomba andante o algo así. Y ella, pletórica, celebraba su hazaña con orgullo. Aunque fue liberado de la fan, no logró deshacerse de las esposas hasta el final del estreno.

El cantante Jared Leto no se verá nunca en una situación así. El pasado 7 de febrero, en el transcurso de un concierto en el Hammersmith Apollo de Londres, un seguidor gritó algo casi imperceptible hacia el escenario. Al instante, el músico se desentendió del concierto y se acercó al chico para propinarle en la cabeza un espectacular castañazo con el micrófono. Un gesto que, según mis fuentes, fue emotivamente aplaudido por el público, con excepción del agredido. Un chichón ilustre, sin duda, pero chichón al fin. Las reacciones de los fanáticos a veces son enigmáticas. Hace algunos días, un fan se acercó al actor de Los Soprano James Gandolfini. El seguidor le pidió consejo sobre cómo convertirse en un Soprano. El actor, encantador, cordial y amable, se enzarzó directamente a guantazos con el fan al grito de “te lo voy a demostrar”, según la última versión de los hechos (de seriesadictos.com). Tras el violento incidente, ambos se reconciliaron, hablaron, y hasta se fotografiaron juntos. El actor, serio y cariacontecido. El fan, gozoso y satisfecho. Incomprensible. Háganse cargo del nivel fanatismo de este sujeto, capaz de perdonar todo un intento de agresión por parte de su ídolo.

A veces los altercados tienen su origen en disputas sentimentales entre famosos. Pregúntenle si no a Angelina Jolie, que cenaba tranquilamente con su Brad Pitt e hijos, cuando una fan de Jennifer Aniston irrumpió en el restaurante con la perversa y violenta intención de vengar a su artista preferida. Peor aún fue lo de Robbie Williams, que recibió decenas de mensajes de una joven que le advertía de que su vida corría peligro porque los marcianos querían llevárselo. La policía dictó orden de alejamiento entre la fan y el artista. La seguidora insiste en que sólo pretendía evitar que su amado Robbie Williams sufriera una terrible abducción extraterrestre. Algo que por otra parte algunos no consideramos una tragedia, pero no profundizaré en esto porque ya sé que mi opinión al respecto no es nada popular.

Los fanatismos tienen un punto irracional y otro borreguil. Al final se termina admitiendo que todo lo dice o hace una determinada persona, grupo o partido político es correcto. Esto es un grave error. Entre otras razones porque el mejor apoyo que se le puede dar a quienes admiramos es juzgarlos con mirada crítica. Es la famosa autocrítica, que debe hacerse precisamente con uno mismo y especialmente con aquellos con los que simpatizamos. Atacar sólo a aquellos que nos caen gordos es demasiado fácil y poco productivo.

Una de las principales causas del hundimiento social, moral e intelectual de España es el exceso de incondicionales, y la falta de verdaderos críticos. Casi todo iría mejor si fuéramos un poco más exigentes con lo que consideramos propio y un poco menos recelosos con lo que creemos ajeno.

 
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