La lección de los desheredados

Como a Moisés, pero sin reminiscencias bíblicas exacerbadas ni hagiógrafos que engrandezcan su figura en singular mayestático, Agapito Pazos Méndez fue abandonado por sus padres cuando tenía tres años a las puertas de la entonces Beneficencia, después Sanatorio y hoy Hospital pontevedrés, donde murió el pasado 24 de abril a la edad de 79 años.

Cuesta digerir por cualquier mortal con un esquema mental cartesiano que alguien pueda sobrevivir ocho décadas, sin claudicar al desaliento, entre la silla de ruedas y la cama de una habitación, la 415, su casa, que sólo abandonó una vez: cuando Eloy, un celador que subió a la barca de Caronte antes incluso que Agapito, le regaló en su 60 cumpleaños dos días de vacaciones en las Rías Baixas, en la playa de A Lanzada, en O Grove. Y no en busca de un milagro imposible para la espina bífida de su amigo, sino para que pudiera ver el mar, que debió parecerle algo más que el agua sobrante del Diluvio que divide la tierra y el cielo en un horizonte azul infinito como los ojos de mi hijo Marco. Ese día fue quizás el más imborrable en la vida de ambos.

Probablemente no ha sido uno de los personajes más influyentes del siglo XX, la mayoría de los cuales inspiran una particular grima a este cronista mediocre que se identifica más con Salieri que con Mozart. Pero doy por hecho que si El Bosco tuviera que volver a pintar hoy el Tríptico de El Juicio Final, en el postigo derecho, El Infierno, no habría un milímetro libre en la tabla para tanto miserable (incluídome, por supuesto), pues el esquema mental de la mayoría de los terrícolas sólo alcanza a ver en esta historia descarnada la encarnación misma de la tragedia vital en grado superlativo.

Me creo que Stephen Hawking esté preocupado ante la posibilidad de que aterrice en la madrileña fuente de Neptuno un marciano del Atlético, y se le queden los ojos saltones como a una rana coreana al comprobar la cantidad de pijadas intranscendentes en las que nos encasquillamos los humanos, que nos atormentamos por cualquier cosa que nos aturde, pongamos por caso por un simple padrastro.

Agapito no tuvo conocimiento -¡Ni falta que le hizo!- del advenimiento de la II República, ni de la Guerra Incivil Española, ni de la dictadura sincrética de Franco, ni de la II Guerra Mundial, ni de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ni de los genocidios nazi, camboyano, ruandés o congoleño, ni de la Revolución cubana, ni de la supuesta llegada del hombre a la Luna, ni de Chernóbil, ni de la caída del Muro de Berlín; tampoco conoció a Juan XXIII, Il Papa Buono, ni a la Madre Teresa, ni al Dalai Lama, ni tan siquiera al inane Zapatero, ese individuo que nos va a joder la vida de verdad a poco que sigamos tomando a broma sus ocurrencias suicidas. ¡Pobres desamparados! ¡Mereceríamos correr la misma suerte que Sísifo para reconciliarnos con la vida!

Lo que sí ha tenido Agapito es una muerte digna, sin necesidad de eutanasias peliculeras. Las enfermeras, celadores y médicos que le han cuidado durante 79 años (muchos de los cuales vivirán su reencarnación antes que él), pueden estar orgullosos y seguros de que su sacrificio no ha sido en vano, empezando por sor Ana y sor Manuela, que acudían a visitarlo casi a diario sin esperar ascender de monjas a prioras.

Dudo mucho que Agapito tenga un hueco en la Historia del manicomio ibérico. Pero elevando la reflexión de la anécdota obituaria a la categoría, doy por hecho que se ha marchado habiendo tenido una idea clarividente del sentido de la vida más pleno que el resto de la humanidad lastimera, que se pasa la existencia recitando el Monólogo de Segismundo, el soliloquio calderoniano más famoso de la literatura

 
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