Fuera prejuicios

Al minuto, observo que en torno a la mesa de al lado se reúnen cuatro o cinco chicos, todos vestidos con trajes oscuros, y una chica rubia, de unos cuarenta, de rojo. Hablan con gran pompa, como si se hubieran caído de una película americana sobre intrigas financieras y Wall Street. Se tratan de usted. Sobre la mesa, brillan más dispositivos electrónicos que en la sala de mandos de un submarino nuclear. Beben infusiones de todos los colores. Los miro y comprendo al instante. Reunión de trabajo. Vuelvo a mis teclas.

El hilo de la conversación vecina me distrae. Imposible escribir mientras alguien está hablando de copas a las nueve de la mañana. Omito la resaca, acogiéndome a mi derecho a la intimidad. Hablan de ron y se me revuelve el estómago. Me meto un poco con Rubalcaba y cambio de párrafo. Llamo al camarero y pido otro café. Con pastas, por Dios, que esos ruidos son de mi estómago. Y éstos a lo suyo. Cada gesto, cada mirada, parece detalladamente estudiado. Con toda seguridad, a los 20 años debieron leerse cientos de libros sobre cómo ser un gurú de los negocios y cómo hablar en público. Pero dudo que hayan leído nada más desde entonces.

Hablan como si tuvieran toda la vida por delante. Desoyen la prudencia de la juventud. Frivolizan con la frivolidad. Les intento seguir el ritmo pero me pierdo. No alcanzo a entender si están hablando de la juerga de anoche, o si es que se dedican al vil oficio de la farra profesional. Vocalizan con agresividad, como tigres de los negocios, y eso me descoloca. Su juventud se oculta tras una jerga que se me escapa. Que se me escapa la risa al escucharlos. Hablan de ‘swing’, de ‘branding’, de ‘glamour’, de ‘customization’, y de ‘feedback’. “Como lo importante aquí es el branding”, dice uno de ellos, “la respuesta está en la customization de productos, como demuestra nuestro feedback”. “Nuestra propuesta es una joint venture”, responde otro. El camarero, que se ha situado en la barra junto a ellos, baja la mirada y se centra en el Marca con gran interés. Le indico con un gesto cómplice, que le de la vuelta al periódico, que lo está leyendo al revés.

Me aguanto la risa y sigo a la mío. A Rubalcaba le cabe el Estado en las cloacas y tal. De pronto, mis vecinos pasan del cotilleo a la acción. Uno de ellos anuncia el comienzo de una “brainstorm”. Por si acaso, me alejo un par de mesas y me parapeto tras la carta de helados. Los colegas han empezado a tutearse y ya no guardan las formas. Entusiasmados, comienzan a intercambiar experiencias. Percibo que cada uno trabaja en un punto diferente de España, dentro del mismo sector. Hablan de cócteles, gastronomía e innovación. Proponen cosas como endulzar la cerveza, pulverizar galletas en el gin tonic, y hacer un combinado de ron sin ron. Llegados a este punto, me siento particularmente indignado y sopeso la posibilidad de convocar una asamblea urgente allí mismo. El ron es intocable. Si quieren maltratar alguna bebida, que la emprendan con el café irlandés o con el licor de hierbas. Pero el ron que me lo dejen tranquilo.

Mi ceño fruncido no les persuade. Tampoco el fiero rugido que aprendí en mi última visita a Cabárceno. Ellos a lo suyo. Todo lo quieren estropear. Hablan de copas “divertidas”, “dinámicas”, “graciosas” e “imaginativas”, y de “experiencia de usuario” con una gravedad en la voz, que parece que están glosando la teoría de la relatividad frente a una audiencia de catedráticos. Pasan por alto que, en este terreno, la principal “experiencia de usuario” es la cogorza común.

Entro en Twitter para olvidar. Me desahogo en @itxudiaz contando en directo lo que ven mis ojos. Nadie me cree. Intento calmarme y regreso a las teclas. Los de la brainstorm están fuera de sí. Alzan la voz como en un gallinero. De pronto, uno propone la cima de todas las bobadas echa cóctel. He olvidado la composición química del engendro. Era algo así como membrillo con espuma de whisky y aceitunas con anchoa. La chica de rojo, en vez de mandarle callar, o atizarle un sopapo, se pone en pie, lanza por los aires varios papeles, y grita: “¡Eso es! ¡fuera prejuicios!”. Y añade: “¡Claro que sí! ¿por qué no?”.

Lo siguiente, retirados los prejuicios, no puedo relatarlo sin consultarlo con mi abogado. Fue como asistir a una fiesta de cursis. Como ascender a la cumbre de todo el snobismo. La estupidez hecha tormenta. En un primer momento pensé que tal vez estos tipos viven en otro mundo. Después comprendí que quizá soy yo el que viajo por la estratosfera. Qué más da. La clave está en el grito de aquella chica. A la voz de “fuera prejuicios” se cometen los mayores crímenes de nuestro tiempo. Estéticos y no tanto. Intrascendentes y no tanto. Pongo la mano en el fuego a que la oprobiosa Conferencia de Paz comenzó con un idiota gritando “¡fuera prejuicios!”. Y así.

 
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