Los sumandos del lector

Cada vez que llega a España uno de esos dispositivos electrónicos de lectura que tienen acreditado su apetito de mercados frescos –mercados también hambrientos de tecnología, lo que explica circularmente su éxito–, tiemblan los cimientos del sector del libro y sus aledaños. Ocurrió con las tabletas cuando empezó a venderse el iPad, y vuelve a ocurrir ahora que puede adquirirse aquí el lector Kindle. Estos dos productos han venido precedidos de tal fanfarria que se dirían nuevos Eisenhower procedentes del imperio para sacarnos definitivamente del atraso digital. Se habla de reconversión, de cambio de paradigma. Se plantea el cataclismo: ¿qué será de los agentes, de los distribuidores, de los libreros? Todo parece inminente y definitivo. Ante la entrada de Amazon en nuestro país, El Cultural llevaba el otro día el tema a su portada y a sus páginas medulares: «Revolución en la cadena editorial».

Supongo que cada vez seremos menos los que no se decidan a cambiar de formato. Y, si al fin nos animamos, mucho me temo que será por rendición, no tanto por convicción. Poco a poco resultará difícil negarse, cuando disminuyan y se encarezcan las tiradas de títulos en papel, cuando ya lean en digital casi todos nuestros amigos, cuando los dispositivos sean cada vez más cómodos, autónomos, eficientes y baratos, y cuando los catálogos de libros electrónicos nos parezcan realmente atractivos por la cantidad y la variedad de la oferta. Rendición, en suma, por asedio silencioso, el de la inercia expansiva de los hechos.

Con todo lo anterior no quiero decir que me oponga al soporte digital y a las ventajas que ofrece. Sería absurdo. Solo pretendo sopesar esas ventajas confrontándolas con las del papel, para llegar a una conclusión ajena a presiones tácitas que poco tienen que ver con la lectura. Esta debe constituir siempre y en primer lugar un placer, un placer holístico, total, que no solo depende del texto, sino también de su presentación. Desde este punto de vista, a mí personalmente, aquí y ahora, no me compensa el paso a la tableta ni al lector electrónico, porque, en hedonismo, la adición de sus sumandos no alcanza la misma magnitud que la del viejo libro impreso.

No me hace falta llevar almacenados en un aparato cientos de títulos que nunca voy a leer: ya tengo otros tantos en mis anaqueles; tampoco los leeré, pero los acaricio de tarde en tarde. No considero un axioma la necesidad de ahorrar espacio en casa a costa de la biblioteca: me gusta ver cómo ocupa las paredes. No soy alérgico al polvo que acumula: le paso un plumero cuando es excesivo. Si me voy, no necesito aliviar peso en la maleta a costa de los libros: por Dios, ni mis viajes son tan largos, ni tengo la costumbre de llevarme enciclopedias. No preciso de conexión a Internet mientras estoy enfrascado en la lectura: los hipervínculos y la apertura simultánea de páginas me distraen de lo esencial.

Así pues, el lado bueno de lo electrónico no me seduce lo bastante. Sí me fastidia en demasía el lado malo, y por eso me resistiré al e-book mientras pueda. Me gusta desplegar una solapa de contracubierta para ver la biografía del autor. Me gusta marcar por dónde voy leyendo con una vieja postal de Morrison Gran Vía. Me gusta oler la tinta impresa. Me gusta poder regalarle a mi novia una novela con dedicatoria autógrafa. Y me gusta poseer este ejemplar, este –con su maravillosa correspondencia biunívoca de soporte y texto–, que es diferente de cualquier otro, aunque contenga el mismo poemario, porque el mío tiene en la página 45 una mancha del café solo que me estaba tomando una tarde de julio en Pintor Rosales. Por mucho que abaraten el libro digital, estas cosas son impagables, hombre.

 
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