O no volver a verse

Hemos ido descartando el azar como elemento admisible en nuestras relaciones sociales. El azar, esa fuerza caprichosa y ciega que daba grandes disgustos, pero también grandes alegrías por sorpresa. Ahora llevamos en el bolsillo un enorme inhibidor de la contingencia: el teléfono con acceso a Internet. Ahí estamos todos en todo momento, presentes en tiempo presente (la añoranza, qué antigualla). Hasta tal punto se da por hecha la disponibilidad inmediata, que se nos ha reducido al mínimo el aguante en la espera de respuesta: «Macho, te he llamado hace diez minutos, te he enviado un SMS, te he escrito en el chat del Facebook, hasta te he mandado un tweet, y no contestabas… Ya creía que te había pasado algo».

El colmo en la eliminación del azar son esos servicios de seguimiento de una persona a través de GPS, demandados sobre todo por miembros suspicaces de una pareja. Ojos que no ven, navegador que delata. Eso, para lo malo. Para lo bueno, ha surgido hace poco una web que da segundas oportunidades al tímido. Si este ha intercambiado miradas con alguien, pero no se ha decidido a dar un paso más, en esa dirección de Intenet puede especificar lugar y hora del encuentro visual. En caso de que la otra persona haya hecho lo mismo, es decir, haya recurrido a esta alcahuetería virtual para sosainas, quizá de ahí acaben saliendo descendientes. Es de desear que nunca pregunten a sus padres cómo se conocieron.

Al azar hay que darle oportunidades y, si hemos de serle agradecidos, no está de más pagarle con su misma moneda. Me explico. Unas semanas atrás, hacía yo en tren el recorrido habitual que une las dos ciudades entre las que reparto mi tiempo. En una parada intermedia, el azar quiso que entrara en el vagón y se sentara a mi lado una chica que (oh, el azar) se había equivocado al hacer transbordo, porque su tren pasaba por el mismo andén que el mío, pero unos minutos más tarde. El despiste la obligó a anular el billete hacia su destino, y a esperar hasta el día siguiente para poder llegar a él. Este percance no le causó mayor problema, porque el azar quiso que la chica tuviera una prima, que pudo darle cobijo, exactamente en la misma ciudad donde yo me bajaba; ciudad que, por cierto, está bastante lejos de aquella a la que en un principio se dirigía.

Teniendo en cuenta que se estableció una notable corriente de simpatía mutua durante la hora en que compartimos trayecto y conversación, podíamos haber intercambiado números de móvil, direcciones de correo electrónico e incluso ordinario, agregaciones recíprocas como amigos en el Facebook, y todas estas cosas. Pues no. De la chica sé su nombre, sus estudios, sus ciudades de origen y de residencia, y poco más. No hay datos de contacto. Ya que hace tiempo se arrumbaron las locomotoras de vapor, para darle a la vida por lo menos un cierto aroma a cine clásico prefiero que sea el azar, y no un triste smartphone, el que vuelva a reunirnos en un mismo tren casualmente –como casual fue la otra vez–, o que su capricho dicte el no volver a verse.

 
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