Seymour Bernstein: un genio corriente

A veces pensamos que los genios tienen que ser estrafalarios, pero la auténtica genialidad es la que cultiva el arte y no sigue el dictado del éxito

“A diferencia de otros intérpretes, Bernstein no ha flirteado con la impostura ni ha sucumbido a las extravagancias” (Foto de Eva Elijas en Pexels).
“A diferencia de otros intérpretes, Bernstein no ha flirteado con la impostura ni ha sucumbido a las extravagancias” (Foto de Eva Elijas en Pexels).

Empecé a darme cuenta de que el genio no tenía que ver tanto con la excentricidad como con la vocación silenciosa y cotidiana cuando leí lo que contestó Heráclito a unos visitantes que tuvieron el mal gusto de interrumpir su sosiego. Quizá estos últimos se fueran decepcionados porque no hallaron al filósofo extasiado en sus cavilaciones, ni levitando, ni febril, ni siquiera mirando al cielo, sino arrebujado junto a una estufa. También allí, precisamente junto al horno, se puede encontrar un espacio lleno de dioses.

Seymour Bernstein no tiene la mirada borrascosa de Heráclito; de hecho, cabría decir que representa todo lo contrario porque siempre me he imaginado al pensador griego taciturno y lúgubre; en cambio, Bernstein es un anciano respetable, bonachón, de esos que saludan a los chuchos o ponen un cuenco de leche para los gatos callejeros, capaces de adormecerse bajo un sol de justicia mientras la vida se desliza rauda y frenética a su lado.

Pero, como Heráclito, está convencido de que en la maravilla no requiere redobles de trompetas para hacer acto de aparición, sino que puede iluminar lo que no parece importante y presentarse en el escueto apartamento neoyorkino en el que vive. Cada mañana, por ejemplo, Bernstein prepara café en una pequeña cocina y recoge su sofá cama para recibir a los alumnos que acuden a él, que es un virtuoso pianista, atraídos por esa fama etérea y afectuosa que no se rige afortunadamente por la retahíla de followers, sino que transita de boca en boca por el mundo, casi en arrullo, y crece cálida y tonificante como una simiente.

Bernstein, que descubrió la música casi por casualidad, se bajó de los escenarios tras una carrera fulgurante y vertiginosa. Y lo hizo, por paradójico que pudiera parecer, por amor a la música. Lo cuenta en un documental sobre su vida que le dedicó hace unos años Ethan Hawke y que se puede ver en Filmin.

Después de estudiar, entre otros, con Clifford Curzon, del que aprendió que no hay que tocar el piano, sino acariciarlo con suavidad felina, como si se tuviera intención de adular las clavijas, se dio cuenta de que los nervios de los recitales y el éxito le habían hurtado el gozo que sentía al posar sus dedos sobre el teclado y amenazaban con cegar para siempre su amor a la música. De ahí que decidiera despedirse silenciosamente del público en 1977 para recluirse en la soledad de su estudio y dedicarse a escuchar música y a componer. Sin buscar nada a cambio. Sin esperar aplausos. Sin salir en los periódicos. Para quedarse a solas consigo mismo y atender siempre a esa música de fondo que suena en su cabeza.

“Bernstein se dio cuenta de que los nervios de los recitales y el éxito le habían hurtado el gozo que sentía al posar sus dedos sobre el teclado y amenazaban con cegar para siempre su amor a la música”

Seymour: An Introduction” no es únicamente, y nunca mejor dicho, un canto al universo de la música clásica; es toda una lección de antropología. Bernstein, que está lejos de proponerse como modelo, vive entregado, comprometido, obsesionado con su autorrealización. Disfruta y goza con lo que hace porque es consciente de que a lo máximo que puede aspirar un ser humano es a crear en la belleza y ayudar en su transmisión. Con que este milagro ocurra una vez, en una única ocasión, en un solo instante, la vida alcanza justificación.

“A lo máximo que puede aspirar un ser humano es a crear en la belleza y ayudar en su transmisión. Con que este milagro ocurra una vez, en una única ocasión, en un solo instante, la vida alcanza justificación”

El documental es ilustrativo por lo que se dice en él, aunque especialmente por lo que muestra. A diferencia de otros intérpretes, Bernstein no ha flirteado con la impostura ni ha sucumbido a las extravagancias. Lo que ha evitado que lo hiciera es, sin duda, su propósito de vivir siempre atendiendo al ritmo de fondo que aprecia en el silencio. Comprendió también pronto lo que casi siempre el genio que tiende a la paranoia olvida: que la celebridad es como una cortesana embustera y olvidadiza, pasajera y traidora, porque termina alejando a quien queda prendado de la fuente de la dicha artística.

 

He de confesar que hace unos años me puse políticamente incorrecto y adopté el papel de padre represivo. Fue ante uno de esos programas en los que salen niños ridículos para cantar, buscando efímeramente la gloria, mientras sus padres se muerden las uñas entre bambalinas. Si hay algo que no deberíamos nunca perdonar es esa manía contemporánea que insiste en que los críos emulen a los mayores y no porfiar nosotros en soñar y vivir con ese sano hedonismo con que lo hacen quienes tienen menos edad.

En cualquier caso, esos programas dan algo de grima porque en ellos pesan más los sentimientos que el arte. La cuestión es que veía uno con mis hijas cuando una chiquilla maquillada hasta los tuétanos confesó que si acudía al programa era para satisfacer un deseo que la carcomía desde la cuna: lucirse y que la aplaudieran. Vamos, triunfar a toda costa. No sé qué habrá sido de ella, ni si habrá logrado su objetivo por ese medio o por otros más expeditivos, porque, en un momento de inspiración, decidí apagar el televisor. Nada de aquello tenía que ver con la música, ni siquiera con la vida.

Hawke decidió dedicar un reportaje a Bernstein porque para él fue un revulsivo. El actor confiesa que este pianista de ojos vivaces y entrañables le ha ayudado a ser mejor: su ejemplo le ha obligado a preguntarse por qué hace las cosas. Gracias a él ha sabido que el camino de una vocación está lleno de dedicación, de esfuerzo, de horas de práctica, de amor a la propia actividad, no a los frutos fraudulentos que depara. Esa es la medida del genio y lo que recuerda este viejo usual, que se sienta como otro cualquiera durante horas en un banco de Central Park, distraído, tarareando un lied inolvidable de Schubert.

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