¡No en mi nombre!

¡No en mi nombre!, presidente. No merezco semejante usurpación de identidad para que traición o sedición se jacten de esta ninguneada, irreconocible y decrépita España a la que, por la egolatría de su interés personal y el perverso rumbo ideológico al que ha llevado a su partido, irrevocablemente nos dirigimos. 

No, en mi nombre, cien mil veces no, como nos habría invitado a gritar Santa Catalina de Siena para advertirnos de que, por su vileza, presidente, nuestro entorno, nuestro territorio y nuestras gentes están podridas.

Amnistía y autodeterminación van de la mano, pero la venda del poder es capaz de nublar visiones que son obvias al entendimiento, al bienestar, al orden constitucional y a una Carta Magna que, a punto de cumplir su primer medio siglo, se ve amenazada y prostituida por un puñado de votos, de esos que, sin tener en cuenta el presente y posterior estropicio ajeno, han regido el rumbo de un país al que sólo hace falta soplar –desde Cataluña o cualquier otra región– para sumirlo en el caos más absoluto –que ya es difícil–, en ese pretendido intento de siniestro total para el que, usted en mi nombre, se atreve a robar pensamiento, opinión y decisión de sus compatriotas. De historia, por otro lado, ni hablamos. La de su partido, como su ADN, no puede mentirnos.

Decía Edmund Burke que lo único que necesita el Mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada. Y no le faltaba razón cuando, entre sus allegados y políticos liberales británicos, fue capaz de plantarse y mostrar un pleno y rotundo rechazo a la Revolución Francesa y los derroteros que, como levantamiento, estaba tomando. Burke lo sabía, lo advirtió y sus advertencias, desgraciadamente, llegaron a cumplirse como las de aquellos "revolucionarios" que –hoy en Cataluña, mañana Dios dirá– han ido blanqueando sus tropelías e imagen de villanos en detrimento de ilustres héroes y de aquellos antepasados que forjaron nuestra Patria. Éstos, paradójicamente, hoy se encuentran ante el verdugo en el cadalso de la memoria selectiva. 

Y no contentos con ello, los exigentes "rebeldes" han hecho de su capa un sayo obligando a las habitualmente distraídas instituciones europeas y al Estado español a una continua y penosa genuflexión acompañada de infames y despiadadas prebendas como compensación al rancio victimismo que destilan allá por donde van.

Aquellos años de paz y bienestar que, en la mayoría de los casos, vivió España después de 1978 y su Constitución, como el mundo actual y la civilización occidental, van camino de la desaparición, de un obligado ostracismo provocado por la tiranía de minorías que, además, jamás han dudado a la hora de exhibir su deslealtad y discordia en cuestiones que van desde la lengua hasta la economía en pos de ratificar su coerción y coacciones a este Estado servil y sumiso en el que nos hemos transformado por cuestiones como las que nos ocupan o, últimamente, las migratorias, todas encaminadas a minar y percutir contra la lícita dignidad de sentirse español y el orgullo identitario de siglos de historia, de ese legado de nuestros ancestros y esas innumerables páginas en letras doradas a punto de emborronarse.

¡No en mi nombre! Tampoco en el de mi interés, ni siquiera en el de una convivencia que, si ya hoy resulta insoportable para más de la mitad de los catalanes que residen en su propia tierra, permítame detestar ante la imposición del tirano y las directrices de los que, renegando de la luz y sentido común de su propio espíritu crítico, se ven arrastrados por ese caldo de cultivo que les alimenta de odio, exclusión, fracción social y nacional.

 

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