Los grandes olvidados de Lepanto

Mundo.

El 7 de octubre de 1571 la victoria de una escuadra católica comandada por Don Juan de Austria libró a parte de Europa de caer bajo el yugo turco musulmán, especialmente al mosaico que era la actual Italia, donde también había ricos territorios de la Monarquía Hispánica.

No voy a celebrar pretendidas o ciertas glorias imperiales. Prefiero recordar a los grandes olvidados, aquellos forzados que bebieron del cáliz del dolor hasta la hez: los galeotes. 

Me baso para esta breve redacción en el ensayo de Gregorio Marañón titulado “La vida en las galeras en tiempo de Felipe II.” Por no hacer monótona su lectura prescindiré en buena medida de entrecomillados.

Es lamentable lo poco que se incide, cuando se escribe en libros y artículos sobre Lepanto, en los que más sufrieron aquel día y en todos los días en que permanecieron amarrados al duro banco: aquellos seres humanos ensartados en una cadena para suplir la falta de viento.

Tampoco las películas que he visto reflejan con claridad su espantoso sufrimiento. Al fin y al cabo el cine es enemigo cuasi mortal de la Historia. El remar, con ser duro, era poca cosa al lado de todo lo demás que rodeaba la “vida” de los galeotes. Estar condenados a una inmovilidad casi total, soportar el calor del verano mediterráneo y el frío del invierno casi a la intemperie, echarse a dormir allí mismo, bajo los bancos, sobre unas tablas infectadas de insectos y recorridas por roedores. Según Marañón tenían que vivir rebozados en sus excrementos, pues rarísimamente se les quitaban los grilletes. Incluso enfermos se los solía curar “en cadena.”

Así que se aconsejaba a “viajeros de calidad”, obispos como Guevara y otros, que llevaran perfumes… para que no se desmayaran del hedor que salía de “aquellas letrinas bogantes.” Sus eminencias, en travesía a Roma, se pasaban por el forro el mensaje de Cristo.

Además, la alimentación era escasa y miserable. Básicamente bizcocho y menestras. El primero, un pan muy duro, aunque, lo escribe el doctor, más sano que el blanco. Las menestras se componían de judías, o lentejas o garbanzos, pero la codicia de los administradores prefería las habas mandadas cocer con un poco de aceite, por su baratura. En malos tiempos, que eran casi todos, se cocían sólo con agua. Los restos del bizcocho se aprovechaban para hacer una  sopa  de adecuado nombre: mazmorra. En algunas ocasiones de victoria, como Lepanto, les daban vino, pero “con parsimonia” y probablemente aguado. Añade el médico madrileño que “hacía las delicias de los galeotes.” Jamás el bendito caldo habrá desempeñado tan benéfica función.

Eran las galeras “infiernos flotantes”, y destaca Marañón una afirmación de un tal doctor Alcalá: “La vida del galeote es propia del infierno; no hay diferencias de una a otra, sino que la una es temporal y la otra es eterna.” 

A todo esto se unían castigos desproporcionados por cualquier nimiedad: ejemplo, corte de orejas y narices. Y tormentos:  Lorenzo Roa, capitán de una galera, “estampemos su nombre para maldecirlo,” anota Marañón, “mandó estropear” a un desdichado colgándole de los genitales “una talega con dos balas de cañón, y así lo izaron a la antena.” Al cuarto de hora estaba desmayado, “con los órganos de atadero ´negros como la pez` y desprendidos.”

 

Para quienes romantizan épocas pasadas tengo un remedio infalible: enviarlos por un momento y como por arte de magia a siglos pretéritos. Regresarían vacunados con esa única dosis para siempre.

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