Auchincloss y Salinger - La literatura vestida de Polo

Como escritor, Louis Auchincloss ha tenido uno de los rasgos más gratos y difíciles de encontrar: siempre pareció más entregado a su escritura que obsesionado consigo mismo. Fino y oblicuo, en eso se parecía a sus novelas y se distanciaba de esos egos tan rozagantes que, si deciden ponerse de espaldas al mundo, lo hacen dando un portazo. Por esto tal vez le hubiera gustado algo que le pegaba tanto como morir discretamente mientras moría Salinger: como a alguno de sus narradores, eso le permitía quedarse en un ángulo del salón –la literatura de Auchincloss está en la gloriosa literatura de salones- y, sin que nadie reparara en él, ir tomando nota. En buena parte, eso era la novelística antes de que Salinger, entre otros muchos, quisieran hacer de ella la manera de cantarle las cuarenta al mundo con un grito de patetismo adolescente. Las novelas de Auchincloss son novelas para adultos porque en ellas prima la finura en la observación moral.

En esto llegó a una maestría milimétrica: nadie como él para contar la tormenta de una escena familiar de interior sobre alfombra de Aubusson. Ahí es donde más se transparenta con Edith Wharton, adicta también a los salones, por cierto, y tratadista de asuntos decorativos. Si la mayor parte de los escritores de alguna manera tienden a volverse contra su mundo, Auchincloss fue un hombre de la clase educada que escribía sobre la clase educada, cuando Groton y Yale mantenían aún –antes de los sesenta- un código de honor que los capacitaba lo mismo para hacerse millonarios que para defender en la guerra a su país. La pátina de las artes mundanas siempre se le notó a Auchincloss, quien seguramente tenía apaciguada la vanidad entre las antigüedades de su piso en Park Avenue y no se esforzaba en publicitar la heterodoxia que sin duda tenía. Por esas artes mundanas fue capaz de aceptar galardones sin buscarlos o de defender su literatura con donosura característica, mientras caía sobre él la borrasca de las críticas que le acusaban de escribir sobre mundos perdidos –como si la literatura no fuera eso, casi siempre-, o de clases privilegiadas, ahora que los personajes de novelas tienden a ser de extracción media-baja o a comportarse como el tópico quiere que se comporten según esa procedencia. En realidad, el carácter algo chapado a la antigua de las novelas de Auchincloss no tiene tanto que ver con sus temas sino con el hecho de que escribe novelas con la buena hechura y el descrédito de la espectacularidad que había cuando la novela ostentaba la hegemonía cultural: perdida esa hegemonía, la novela fue de letraheridos para letraheridos, con los efectismos de la oscuridad o de la técnica, o como depósito de las lecturas y obsesiones del autor. La literatura de Auchincloss ya empezó siendo antigua: otras pasaron y la suya aún se lee.

Quizá aún se lee –aún se deja leer, con algo más que agradecimiento- la literatura de Auchincloss porque tiene algo de escritor de una civilización, la clase alta de la Costa Este entre Boston y Newport y Nueva York, a la que uno se imagina, después de los años cuarenta, con sus corbatas de Chipp y sus zapatos de Allen Edmonds, rigiendo el mundo –como el mismo Auchincloss lo regía- desde algún bufete de Manhattan blindado en caobas, con la superioridad de un buen acento y un dinero inmemorial y a escala americana. Ese perfil de escritor es lo que uno le agradece a Auchincloss: de esas clases no suelen escribir más que los observadores que miran fascinados y no sus integrantes, quienes por lo general o están embrutecidos o no se dan a un oficio que, en buena parte, hace menos vivideros sus privilegios, en EEUU como en España. De eso, sin embargo, escribió Auchincloss, con sensibilidad genuina. Ante el reproche de escribir sobre un mundo de ricos, respondió al Financial Times que los viejos clubes de antaño tienen hoy más lista de espera que nunca, igual que la tienen esas escuelas privadas en las que se materializaban dos obsesiones genuinamente americanas –la juventud y el dinero. También habla de la sensibilidad de Auchincloss que, teniéndolo todo dispuesto para la sátira –tan rentable-, optara por la sugerencia y el matiz, y por una cierta novela de costumbres, concretamente de las costumbres de esa clase de la Costa Este que ha sido durante décadas paradigma de la riqueza para el mundo –basta consultar un catálogo de Polo. Uno, que siente una admiración por Auchincloss con el aval de solidez de las muchas horas dedicadas a traducirle, no puede dejar de recordar, al ver su foto –el escritor con corbata ‘regimental’, rodeado de sus niños, en un interior donde no hace falta explicitar el dinero-, que parecerse a un banquero era de las mejores cosas que pueden pasarle a un escritor. Eso le pasó al discreto Auchincloss, que iba tomando notas mientras los demás se afanaban en vivir con su habitual mezcla de agitación e intrascendencia.

 
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