El presidente Trump quiere defender la libertad de expresión en las Universidades

El expresidente de Estados Unidos, Donald Trump.
Donald Trump.

Salvo error por mi parte, la politización de las universidades estadounidenses comenzó en los años sesenta, antes que en Francia, con las protestas contra la intervención americana en Vietnam, la difusión del movimiento hippy, y la difusión californiana del LSD. Tendría un nombre destacado en el líder Mario Savio, de Berkeley, prematuramente fallecido.

No mucho después surgió la influencia progresiva de lo llamado “políticamente correcto” (pc), que describió certeramente Alan Bloom en un libro traducido al castellano en 1989 como El cierre de la mente americana. En tiempos más recientes, la inmoderada influencia de las Redes sociales, que comenzaron por fomentar la convivencia y la intercomunicación, ha favorecido una cultura de excesivos odios y simplificaciones, que reafirman las propias convicciones mientras niegan radicalmente las ajenas, sin espacio para la discusión. El prejuicio se impone a la razón. Y muchos no están dispuestos a pagar el precio de exponer las propias convicciones, si pueden chocar con las de minorías activas y agresivas.

No es preciso estar de acuerdo en todo con el gran maestro Álvaro D’Ors, para aceptar su neta afirmación de que la Universidad no es una “tercera enseñanza”. Los centros universitarios no son instrumentos de un aprendizaje más o menos especializado, con fuerte carga profesional. Ante todo, la Universidad es santuario de la ciencia, de la libre investigación, incluidos temas de fondo que puedan herir sensibilidades tal vez incipientes, cuando no pasajeras. La libertad universitaria ha de imponerse a miedos, estereotipos y ostracismos.

Vuelvo sobre el tema, porque observo indicios de algo dañino para la convivencia en España: nuestras universidades perderían libertad justamente cuando las de Estados Unidos intentan estar de vuelta, especialmente desde la carta enviada al comienzo de curso de 2016 por el decano de estudiantes de la Universidad de Chicago a los nuevos alumnos, en aplicación del informe aprobado un año antes por el comité sobre libertad de expresión. También Berkeley ha reformado sus normas internas sobre libertad de expresión, para reafirmar la práctica de la famosa Primera Enmienda, y reducir el que podría calificarse como filibusterismo universitario. Y tuvo antes mucha difusión la declaración conjunta de dos maestros de Princeton y Harvard, Roberto George y Cornel West: no coinciden en todo, pero están de acuerdo en la defensa de la libre expresión. El documento, abierto a firmas, ha recibido una mole de adhesiones.

No sé la incidencia que tendrán en este movimiento las recientes afirmaciones del presidente Donald Trump: no me parece brillante la experiencia en otras cuestiones, como el cierre o el muro. Pero, a diferencia de estas, ha recibido un eco más bien favorable, a pesar de reincidir en su enfoque agresivamente represivo: en concreto, la amenaza de dictar una orden ejecutiva para prohibir la ayuda federal –contratos de investigación- a las universidades que no defiendan la libertad de expresión en sus campus. Rechaza “los códigos de discursos opresivos, la censura, la corrección política y cualquier otro intento de la izquierda dura de impedir que la gente desarrolle ideas que consideren ridículas o peligrosas”. Al contrario, ha de prevalecer la libertad de expresión, tanto on line, como en el campus.

Trump anunció esta decisión –muy gravosa para las universidades- después de una intervención de Hayden Williams en la Conferencia de Acción Política Conservadora. Williams es un activista agredido físicamente en Berkeley el pasado mes de febrero mientras asistía al capítulo universitario del grupo derechista Turning Point USA. La posible orden del presidente incluye, pues, una evidente intencionalidad política. La sugirió ya hace un año en un tuit cuando esa universidad de California canceló una intervención del polemista ultra de origen británico Milo Yiannopoulos, ante las manifestaciones estudiantiles contrarias a su invitación. Pero, al margen de esa finalidad, refleja un efectivo malestar universitario, a pesar de los intentos positivos de remediarlo que señalo al comienzo de estas líneas.

A excepción de las universidades más poderosas económicamente, los casi cuarenta mil millones de dólares que el presupuesto federal dedica a la investigación en las universidades, resultan indispensables para la subsistencia de los centros. Aunque, en rigor, no sería necesaria la orden ejecutiva, porque las secretarías del gobierno, como Salud, Bienestar, Defensa, Energía o Agricultura, deciden ya la distribución de los fondos entre profesores y equipos del país con un amplio margen de maniobra.

En cualquier caso, si en algún espacio lo “pc” no puede convertirse en lo "políticamente impuesto", es en las universidades: buena parte de su responsabilidad ante la sociedad es la fidelidad a la libertad intelectual, la investigación y el diálogo. Como se ha escrito, merecen respeto los “espacios libres de humo”. Pero no los “espacios libres de pensamiento”.

 
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