Estatutos renovados para todos

Del famoso ‘café para todos’ hemos pasado, gracias a la controvertida sentencia del Tribunal Constitucional, al ‘hay que renovar todos los estatutos de autonomía’, y hay que hacerlo simplemente para no ser menos que los demás.

Mientras los partidos políticos, en el Gobierno, en la oposición o de cara a las elecciones autonómicas, se enzarzan entre las patas de los galgos y de los podencos de quién ha ganado o de qué opción ha salido mejor parada con la sentencia, lo cierto es que hemos vuelto a las andadas, estamos otra vez en el principio de la transición y el llamado estado de las autonomías vuelve a quedar hueco y sin contenidos a la espera de que los cambios en los estatutos lo vayan rellenando.

Lo que ha abierto la sentencia del Constitucional es algo más que una batalla resuntamente electoral o de alianzas entre partidos con vistas a mantenerse en el gobierno o a lograr el poder nacional o autonómico. Ha abierto la caja de los truenos y ha vuelto a poner en entredicho la viabilidad de la organización autonómica que nos habíamos dado.

Cierto que esa organización de las autonomías y, más concretamente el contenido de algunos de los estatutos, lejos de ser la mejor solución, apenas dejaba contento a nadie, pero de ahí a levantar toda la estructura del Estado para, se quiera o no, volver a empezar, va un abismo.

Por eso no hay que quedarse en la pura anécdota de las declaraciones de unos y otros apuntándose hipotéticos tantos o enumerando los artículos que sí y los que no. Lo que está en juego es, una vez más, la propia estructura de un Estado que no acaba de encontrar su fórmula. Si hay que hablar de federalismo, háblese de federalismo pero sin tapujos ni veladuras que a nada conducen, y si hay que poner encima de la mesa un centralismo póngase claramente y sin complejos. Lo que no es de recibo es que la naturaleza y la organización política de un país se estén poniendo en tela de juicio en función de la dirección del viento que impulsen los soplos de los partidos por muy legítimas que sean sus aspiraciones de poder.

No es tolerable que sean los nacionalistas, cuando ganan o pueden ganar, quienes dicten los destinos de toda España. Tampoco lo es que sean los no nacionalistas quienes impongan sus mayorías cuando las tengan. Y no lo es porque eso es correr un peligro permanente.

Cualquier país necesita una estabilidad política mínima, algo que sólo puede venir dado en gran medida por la estabilidad de un sistema político que todos se han dado libremente y que todos respetan.

 
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