Vargas Llosa llega tarde a Galdós y al S.XIX español

Mario Vargas Llosa.
Mario Vargas Llosa.

El Nobel, otorgado como en el caso de Vargas Llosa, o denegado como ocurrió con Galdós, no es una patente de corso para nada ni para nadie.

Ser académico de la Española como lo fue Galdós o como lo es Vargas Llosa, tampoco es garantía de casi nada.

El escritor nacido en Perú, acaba de publicar un libro que bajo el título “La mirada quieta (de Pérez Galdós)” pretende ser un estudio completo sobre la obra de don Benito, recogiendo parte de su biografía, juicios sobre su tiempo y la España en la que vivió, una opinión sobre su lugar entre los escritores de su tiempo, un análisis de sus novelas, obras de teatro y la colección de los Episodios, con una síntesis de todos y cada uno de los argumentos y una crítica literaria de cada título. Todo ello en 350 páginas y remedando la obra que “Clarín” dedicó a su amigo, aunque Leopoldo Alas fue más modesto y nunca pretendió en sus “Ensayos sobre Galdós” abarcar toda la obra ingente del escritor canario.

“La mirada quieta” es un propósito demasiado ambicioso para quien, como Vargas Llosa, confiesa que a sus 84 años, “tenía muchas ganas de leer a Pérez Galdós de principio a fin –cuando era estudiante había leído de él Fortunata y Jacinta, por supuesto, pero desconocía el conjunto de su obra- y pensé que la pandemia me facilitaría la tarea”, pero, a juzgar por los resultados, o ha leído la obra de Galdós demasiado deprisa o se ha enterado de muy poco.

Los párrafos dedicados a explicar el sentido que Galdós daba ala figura del narrador, sus concomitancias con Balzac, Zola, Dickens o Flaubert, o sus juicios sobre el realismo de la obra en general y de los Episodios en particular (”meter” argumentos, críticas y contexto de todas las series, de Trafalgar a Cánovas, en poco más de cien páginas, resulta de una frivolidad excesiva) son contradictorios e ininteligibles para el lector,  todo ello mezclado con su empeño por criticar en Galdós lo que llama “grandes palabras” en muchos párrafos y “buenas palabras” en otros.

Se adentra en jardines insospechados cuando dice que “el realismo de Galdós es bastantes discutible sobre todo en los Episodios Nacionales” aunque la “batalla de Bilbao está muy bien descrita”.

Por lo que a la sucinta biografía respecta, hay afirmaciones, cuando menos, divertidas. Así en su relato, “San Quintín es el nombre que Galdós puso a la casa que se había construido en ese balneario”(¿),o cuando afirma con desenfado que, “sin duda, se hizo muy conocido y tuvo amores con la Pardo Bazán que era un diablillo lujurioso”.

Escribe el autor que Galdós “era un hombre civil y liberal que en su vejez militó con los republicanos, pero antes que político, pese a que estuvo en las Cortes, fue un hombre decente y sereno” y nos ilustra con el dato de que “al menos treinta mil personas acudieron, según la prensa, a su entierro y aunque no todos lo hubieran leído, había adquirido enorme popularidad”.

Las síntesis que hace de la mayoría de los argumentos, resulta tan descabellada y errática que difícilmente permite a un lector normal enterarse del desarrollo de cada historia. Las críticas literarias, siempre respetables, son más que discutibles. El análisis de la España de Galdós, raya en lo esperpéntico y su obsesión por la influencia nefasta e intolerable de la Iglesia en la sociedad es, cuando menos, enfermiza y el juicio global sobre Galdós y su lugar en la literatura de todos los tiempos resulta contradictorio a cada aseveración y a veces raya en lo mezquino.

 

La descripción de lo que va ocurriendo en cada novela, en las obras de teatro o en los Episodios, es farragosa y muy poco tiene que ver con la realidad. Así afirma desconocer la razón del apodo delos Miaus, o por qué Cadalsito habla con el Padre Eterno que, a su vez, tiene “afición a la geografía”. Describe a Bringas como confeccionador de cenotafios con pelos y en la Jerusa de El abuelo, “suenan saetas” cuando llega la condesa de Laín. Además, en las casi diez páginas en las que despacha la novela, no aparece una sola vez una referencia al honor, cosa que no deja de ser curiosa cuando se habla del León de AlbritFortunata atrae a Juanito Santa Cruz porque “ella se había comido un huevo crudo” y “a las Micaelas van las mujeres católicas descarriadas”. Afirma Vargas Llosa que Maxi Rubín es inculto aunque enseña a leer a Fortunata. En Casandra hay personajes que “van a Misa y oyen los sermones, pero cuando están a solas y no les oye doña Juana, pierden la fe” y en El Caballero encantado, el personaje de La Madre “es complejo porque tiene algo de la Virgen María”…

Los juicios generales no dejan de tener un cierto “encanto”. Para Vargas Llosa, “La Fontana de Oro, es un panfleto”, “Torquemada en la Cruz se sostiene bastante bien”, El Doctor Centeno “es una crónica con esa mirada helada de la que Galdós es en la literatura española el representante”. Mientras que a La familia de León Roch “habría que haberle suprimido páginas”. Y se lamenta de que Galdós, lo que hace cuando refleja el lenguaje de la calle, o la deficiente forma de hablar, por ejemplo del ciego Almudena en Misericordia, es burlarse de sus personajes.

En la España de Galdós no hubieran estado a gusto las feministas actuales y mientras otros países como Inglaterra, Alemania o Francia, estaban en plena revolución industrial, “España no entraba en la modernidad, entre otras razones porque los españoles tomaban chocolate y van al teatro, los ricos al  palco y los pobres a butacas más baratas”.

Sus juicios sobre la nefasta influencia de la Iglesia Católica rozan la inquina y son obsesivos, eso sí, siempre basados en la Biblia. Así al comentar Nazarín escribe que “Cristo vivió en Galilea con audacia y decencia y vivía de las limosnas que le daban quienes se compadecían de él”. Y siguiendo con sus opiniones sobre el fenómeno religioso, asevera que “nadie parece tomarse en serio la religión, pero todos la practican como ahora en España y Latinoamérica”. Conclusión que no deja de enternecer a quien la lee. Además asegura que “el gran problema de España era la estrictez y carácter implacable de la Iglesia Católica con sus prohibiciones y prejuicios intolerables”.

Resume todos sus juicios concluyendo que Galdós “no fue un genio aunque sí el mejor escritor español del XIX y si todas sus novelas  tuvieran los méritos de La Desheredada, hubiera sido uno de los grandes escritores de su tiempo”, a pesar de que “en ese siglo y primeros años del XX, en España, salvo Valle Inclán, no hubo buenos escritores”.

Diríase que a Vargas Llosa todavía no le ha dado tiempo de leer a Larra, a Mesonero, a Valera, a Zorrilla, a Menéndez Pelayo, a Rosalía, a Bécquer, a Pereda, a Unamuno, a Blasco Ibáñez, a Clarín, a Baroja, a Machado, a Juan Ramón, a García Lorca…

Es de esperar que Vargas Llosa se ponga al día, a pesar de la “mediocridad” de esos autores, sobre los que, eso sí y según su apreciación, descolló Pérez Galdós.

Finaliza, Vargas Llosa, en un tono más benevolente: “Creo injusto decir que Pérez Galdós fue un mal escritor”. Y aún deja otra perla y con vistas al futuro subraya que “fue, sigue siendo y lo será por mucho tiempo un gran escritor”. Lo que no deja de ser un alivio para Don Benito, aunque sea a título póstumo.

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