Confesionalismo transgénero

Bandera LGTB en el Congreso
Bandera LGTB en el Congreso

La ley trans se presenta como un instrumento necesario para librar a estas personas de cualquier discriminación. Pero si se tratara solo de eso bastaría aplicar la legislación vigente, que ya prohíbe la discriminación por identidad sexual, entre otros motivos. En realidad lo que se pretende es dar carácter oficial con respaldo del Estado a una particular teoría de la sexualidad. Según los postulados de la teoría queer, plasmados en el borrador de la ley, el sexo biológico no tiene nada que ver con la identidad de género. Bastaría la mera autoidentificación de género para ser hombre o mujer o no binario, sin que la biología tenga cartas en el asunto.

Desde el momento en que la identidad no está ligada a la anatomía, nada impide que el sujeto declare de qué género se siente y autodefine. Pero para que esa declaración sea eficaz, necesita que la mirada del otro reconozca la nueva identidad que pretende haber adquirido. De ahí que la ley no se limite a garantizar la nueva inscripción registral. También canoniza la nueva teoría sobre la identidad de género y obliga a los demás a hacerla suya, de modo que nadie pueda gritar “el trans está desnudo”, so pena de ser castigado por “transfobia”.

De entrada, decide una cuestión científica discutida: eso que hasta ahora se llamaba disforia de género deja de ser un trastorno. Nada de certificados médicos ni psicológicos ni cirugías. Hay que despatologizar. Lo cual no es óbice para que  más adelante (art. 25) imponga al Sistema Nacional de Salud la obligación de atender a las personas trans con tratamientos hormonales, terapia de voz, cirugías genitales, mastectomías… Pero el Sistema Nacional de Salud está para tratar patologías; y si esta ya no lo es, ¿estos tratamientos cómo se justifican?

Por otra parte, esta ley que reconoce todo tipo de derechos a las personas insatisfechas con su sexo biológico, les niega uno fundamental: la posibilidad de acudir a un médico en busca de ayuda terapéutica para superar un problema de disforia de género y lograr concordar su sexo biológico y su identidad sexual. La ley estipula, como es lógico,  que ninguna persona trans pueda ser obligada a un tratamiento médico que no desea. Pero también  prohíbe el uso de cualquier procedimiento médico que “suponga un intento de conversión, anulación o supresión de la identidad de género, o que estén basados en la suposición de que cualquier identidad de género es consecuencia de enfermedad o trastorno” (art. 26). O sea, hay ayuda médica para cambiar de sexo, pero se prohíbe si se busca voluntariamente para permanecer en el original.

El borrador no solo se mete a decidir estas cuestiones médicas, por encima del parecer de los profesionales sanitarios y de la voluntad de posibles pacientes. También impone toda una campaña de reeducación de distintos colectivos.

Las Administraciones Públicas deberán formar al personal sanitario   (art. 30) “para que tenga en cuenta las necesidades específicas de las personas trans, prestando especial atención a los problemas de salud asociados a las prácticas quirúrgicas a las que se someten”; y a los profesionales de la salud mental también habrá que inculcarles “enfoques no patologizadores en la atención a las personas trans y de las consecuencias de la transfobia”. De lo que se deduce que la normalización  de la transexualidad exige crear por ley una nueva patología, la transfobia, en la que incurriría todo el que cuestionara los presupuestos de la doctrina oficial.

Los juristas también necesitan ser reeducados. Así que se implementarán programas de formación “de acuerdo con los principios rectores de esta  ley para capacitar y sensibilizar a los profesionales de la judicatura, la fiscalía, el personal de la administración de justicia y la abogacía” sobre los derechos de las personas trans (art. 30).

Pero al final nadie está exento de esta nueva formación del espíritu nacional. De modo que las Administraciones Públicas “realizarán campañas de sensibilización, visibilización, divulgación y fomento del respeto a la diversidad de identidades de género, dirigidas al conjunto de la sociedad” (art. 21).

En el caso de los menores de edad que se consideran trans, su deseo es ley, incluso aunque no hayan modificado su inscripción registral, cosa que pueden solicitar por sí mismos a partir de los 16 años. Los colegios deben respetar el nombre que el alumno elija, su indumentaria, el acceso a las instalaciones adecuadas a su identidad de género… sin necesidad de informe médico y psicológico, ni de la autorización de sus progenitores (la ley evita sistemáticamente el término padres).

 

A partir de los 12 años, ya se puede solicitar el cambio de sexo con aprobación de los padres. Y en caso de desacuerdo de los progenitores entre sí o entre estos y el menor, se puede saltar el obstáculo nombrando un defensor judicial. Es más, la negativa a dar por buena la decisión del menor sobre su identidad de género se equipara a una situación de riesgo en el entorno familiar (art. 6), lo que puede llevar a una intervención judicial (igual que si unos padres se negaran a una transfusión de sangre al hijo, poniendo en riesgo su vida).

El personal sanitario deberá “Informar, apoyar y acompañar en todo el proceso a las personas trans”, pero no se menciona para nada que deban hacer reflexionar al menor sobre las consecuencias de sus decisiones.

No termina ahí el catálogo de imposiciones. A las mujeres deportistas se las obliga a competir con trans de sexo biológico masculino. A las mujeres en general, se las impone compartir baños, vestuarios, cárceles y, en general, espacios propios femeninos con los trans nacidos varones. Y dado que las “obligaciones establecidas en esta ley serán exigibles a todas las personas físicas o jurídicas, públicas o privadas”, puede darse el caso de un trans piadoso que exija entrar de novicia en un convento femenino.

Resulta extraño que para garantizar la igualdad a los trans haya que imponer tantas cosas a tantas personas. En último término, lo que impone la ley es una aceptación rendida de una visión de la sexualidad y del género exclusiva de una teoría, que, como otras, puede competir en la arena pública sin pretender obligar a quien no la comparte. Después de criticar tanto el nacionalcatolicismo de épocas pasadas, pretender que el Estado abrace este nuevo confesionalismo transgénero no parece una buena idea.

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