Londres: lo nuevo, lo viejo

El viajero toma el vuelo a Londres con la pena de que no se dirija a París. Diez meses en la capital francesa sólo dan tiempo a visitarla. Algunos lugares sólo una vez. No da, desde luego, tiempo a leer. Apenas un libro al mes, en las noches de soledad. Imagínese el lector unos pocos días junto al Támesis.

Inglaterra recibe siempre con sus nubes de crema rancia y el verdor que esconde carreteras circuladas por la siniestra. En el tren desde el aeropuerto, el doble más exacto de Carlota Casiraghi toma asiento como instalándose en un crucero hace un siglo. Es la primera mujer elegante que el viajero ve desde el embarque en Barajas. Su padre, delgado, con la cabeza afeitada y un aro dorado colgando del lóbulo izquierdo, dirige a la familia en francés. ¿Lyon? ¿Toulouse? ¿Nantes? ¡Quién sabe! El viajero los volverá a encontrar en la Tate Modern, entre baratijas multimillonarias culpables de que el mundo sepa el precio de todo y el valor de nada. Apenas tenía diecisiete años, pero era guapa –y sobre todo elegante— como sólo lo puede ser una francesa de padre camionero.

En la ciudad de Londres, el tiempo de Julio permite vestirse para la ocasión. A favor de la elegancia española hay que decir que el calor, enemigo de todos los placeres clásicos, la arruina a una velocidad mucho menor de la esperada. El viajero, siguiendo su querencia natural hacia el Ritz más cercano, pasea sin quererlo por Green Park. Las macetas del hotel bajo la arcada de Picadilly están recién pintadas, y el viajero sueña –pese a los turistas— con tomar una suite durante todo el invierno y perderlo traduciendo a Wilde.

El Ritz exige corbata y eso evita la visita de muchos excursionistas que ni siquiera tendrían el detalle de tomarse una cerveza. En la carta, un cóctel llamado Ritz 100 –champagne, melocotón y azúcar moreno— es la mejor conmemoración que un hotel centenario puede hacer para quienes visitan el hall. Afuera, junto a la joya de la corona, varias tiendas de puros con aspecto de anticuario recuerdan que Inglaterra nunca ha necesitado producir las maravillas que satisfacen el gusto finísimo de sus clases altas.

Todo en Londres, desde el obrero a la más elegante de las viandantes, pasando por taxistas y catedráticos ensimismados, es de una amabilidad americana de la que mucho tienen que aprender sus vecinos de estrecho. El Mercedes sigue siendo un coche tan londinense que conducir un BMW es casi un afirmación de personalidad. Entre tantos de ellos, mecánicos con aspecto de rey pasean Bentleys y Rolls con la delicadeza concedida sólo a los tesoros propios. Belgrave Square, rebautizada Plaza de la O.N.U. por la aglomeración de embajadas que sufre, es tan sólo el epicentro de cientos de casas lujosísimas pero discretas de las que se ve salir a madres rubias con niños uniformados que parecen discutir el periódico de la mañana.

Sobre los famosos autobuses, los conductores afirman que se siguen fabricando los de dos pisos aunque el número de las guaguas de una fila comienza a alarmar a la clientela local, cuya demanda, dirían en la universidad, es rígida como una monja francesa. Con todo, un atasco vivido desde el piso de arriba es como contemplar al esclavo con el león si no se tiene prisa y sí algo de música o lectura y un cuadernillo de notas.

El viajero se sorprende de que el gremio del taxi siga contando con tantos nativos entre sus filas, nativos que bien se cuidaron de enseñar a sus colegas forasteros que el aire acondicionado es malo para la salud. Los taxis londinenses son ejemplo de los precios salvajes que reinan en la ciudad, pero el viajero considera que en la capital del mundo un trayecto en taxi tiene más de lujo que de momentánea comodidad.

En cuanto al Metro, el de París huele definitivamente mal, pero si se le permite la falta de gusto, despierta en el viajero un cierto cariño. Los asientos no son tan cómodos como los que viajan por debajo y sobre el Támesis, pero el conjunto del Metro parisino y el conejo que se pilla los dedos traduciendo a tres idiomas no dejan de tener algo de entrañable. En el de Londres, que tiene más motes que un enemigo, la conversación de fondo –casi un murmullo en el que se compite por pronunciar las menos letras posibles— es una delicia sólo superada por un vagón vacío.

Si uno es aficionado a los pubs, Londres es como tapear por Madrid. Lo difícil –al contrario que con los bares madrileños y los cafés parisinos— es encontrar uno de pega. Incluso los que dominan esa zona llena de españoles en que se ha convertido Trafalgar Square y alrededores sirven buena cerveza y pitanza inglesa cuya mediocridad es parte fundamental de la receta. En el exterior lucen nombres que no exigen visita a Londres para ser glosados en un libro.

 

Hay infinidad de ellos, abarrotados por lo que parecen equipos de rugby al completo, todos sentados muy lejos de sus pintas mientras observan a la gente pasar, y por eso es necesario seleccionar en la medida de las posibilidades del tiempo, dinero y compañía de que dispongamos. The Antelope, en Eaton Terrace, es una de las grandes direcciones que ofrecen variedad de cerveza, clientela de la zona y, además, buenos precios. Seguir en The Anglesea Arms –15, Selwood Terrace— y terminar en The White Horse –1, Parsons Green— es un buen plan para lo que aquí llamaríamos ir de cañas.

Ellas no suelen ser guapas pero miran con descaro –el viajero, en este punto, sugiere citar el famoso refrán de la suerte, la fea y la guapa— y al contrario que en España, su acento gusta siempre al oído desentrenado. Los ingleses, como se ha dicho ya, son de una simpatía americana mezclada con el fingido despiste de quien detesta a los turistas. Esto último, tan parisino si se amplía a todos los extranjeros –turistas o no—, no es regla general y además se ve muy superado por el buen humor con que un inglés le llama a uno estúpido al señalarle que lo que buscaba estaba precisamente delante de sus narices.

En una ciudad sin aire acondicionado, la vida de parque no es una mala solución. La antaño noble afición al picnic alcanza cotas de placer inesperadas en los jardines soleados de las ciudades de Europa. El Parque del Cincuentenario en Bruselas o la Place des Vosges en París son sólo ejemplos grandiosos de lo que tantos parquecillos ingleses pueden ofrecer como edén urbano.

Tampoco están preparadas para el calor las librerías de viejo, inconveniente que no echará a nadie para atrás en su visita. El mejorado barrio de Bloomsbury aloja muchas de ellas, y algunas de las mejores. Todas tienen gangas de bolsillo y mejores ediciones a precios razonables. Cita obligada son Judd Books –82, Marchmont St.— y Skoob Books –66, The Brunswick off Marchmont St. Tras ellas, y si se tiene mucha necesidad, se puede ir a tomar una Mahou a Pinchito Tapas, junto a Bedford Square. Entre el 50 y el 60 de Charing Cross Road, nada más salir de la estación Leicester Sq., se encuentran Any Amount of Books, Henry Pordes y Francis Edwards. En el 123 de Gloucester Road, por movernos a Chelsea, está Slightly Foxed. Una de las mejores se denomina sencillamente Book & Comic Exchange. Ofrece horas de entretenimiento y está en Pembridge Road, junto a la estación de Notting Hill Gate.

Tras citar la Tate moderna, el viajero desagravia citando algunos de esos pequeños museos que toda ciudad culta posee. La Wallace Collection y sus fragonard andan cortos de visitas y ‘El aguador de Sevilla’ en su casona todavía propiedad del Duque de Wellington goza de esa íntima paz que supone vivir en Hyde Park Corner sin que nadie te moleste. El otro gran olvidado, la Courtauld Collection, es por así decirlo el paradigma del museo perfecto. Pequeño, sin abigarramiento en las paredes, variado de estilos y gratis los lunes por la mañana, mezcla un Goya de salón con retratos ingleses, a Rubens con joyitas casi primitivas y compara impresionismo y expresionismo con lienzos de los maestros de cada escuela. En la misma calle, Simpson’s –100, Strand— sirve la mejor cocina británica (ostras, salmón ahumado, roast beef, tartar, puddings) en un comedor como el que uno imagina que tienen los clubs de Pall Mall.

El viajero reconoce su afición a la arquitectura protestante, y Londres no deja de tener un recuerdo del Amsterdam elegante, del París hedonista. Jura también haber encontrado calles propias de Gibraltar en Notting Hill, pero eso ya no es una recomendación.

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