Ordenar la biblioteca

No muchos disfrutes hay, para un bibliófilo, comparables al de ordenar la propia biblioteca. Podría argumentarse que se trata de una actividad de fin de mes, barata, acompañada quizá de un Gravonia a doce euros. Pero el hecho es que lo que la jerga llama desconectar es, para el amante de los libros, sumirse en esa actividad estética y desordenada, matemática por alfabética, intelectual pero próxima al placer físico, cercana en miniatura a la arquitectura de interiores.

Ordenar la biblioteca supone, en cierto modo, una relectura. Una cata de viejos libros ya probados, el redescubrimiento de otros olvidados que no se cansan de esperarnos, la poda intelectual de la propia memoria literaria. Esta actividad ordenadora, cuyo carácter físico, polvoriento y caótico insisto en destacar, no es sino la manifestación material de una intelectualidad literaria que se palpa tomo a tomo.

“Desordeno mis libros a lo largo del mes con el único fin de citarme a mí mismo para volver a ordenarlos”, dice el gran Alcibíades Casa Fuente, firme partidario del orden alfabético sobre toda otra apreciación. Contra esta idea cartesiana, las consideraciones estéticas –más femeninas quizá— de la bella frívola que niega a Les jeunes filles de bolsillo su plaza natural junto a unos Extravagants de lujo ya marchitos por el tiempo, sin olvidar la secreta delectación de quien, llegado a las Memorias de Vilallonga, obvia el precepto alfabético en favor del tótem cronológico.

Y aunque cada lector defienda su criterio, hay en la biblioteca proximidades que, como habitaciones de hotel o residencias para jefes de Estado en visita, suscitan al ordenador de manos manchadas curiosas reflexiones no exentas de misantropía. Así el Déclassement del joven Peugny junto a la Pompa y circunstancia del no menos joven Peyró, Malraux tomando fila a Ramiro de Maeztu o la Vida de Ratzinger lomo con lomo con Restif de la Bretonne. En las bibliotecas, como en la vida, el caos ordenado ofrece por resultado la belleza.

 
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