Resurrecciones

Un toro puede dar la vuelta a la tarde y una tarde puede volver una feria del revés. El viernes 21 de Mayo el arte se impuso a la tragedia, y la felicidad a la sangre. Manuel Jesús ‘El Cid’, figura indiscutible, toreo eterno, resucitó.

Había tomado la sustitución de José Mari Manzanares, convaleciente de una operación de hernia discal, haciendo por tercera vez el paseíllo en San Isidro. Es cierto que no había hecho méritos para la sustitución. Pero sería parcial afirmar que El Cid había desaprovechado sus cuatro toros anteriores. Méritos había hecho –y muchos— Rafaelillo, a quien inexplicablemente ningunearon en favor de Curro Díaz para la primera sustitución. Cortarle la oreja a la casta de Dolores Aguirre tras otra faena buena de verdad no es igual que tanda y media de preciosos derechazos desmayados a un torito de Salvador Domecq. El resultado de Curro, dos cuvillos de nota sin torear. El cartel del viernes, arte y nula casta junto a Aparicio y Morante, no era para Rafaelillo. Perera y Talavante –ahí es nada— habrían sido los compañeros adecuados para el matador murciano. Pese a todo, el Cid no sólo sigue mandando en los despachos sino que también ilusiona a los aficionados, incluso a esos pesimistas que lo daban por muerto y a los impresentables irrespetuosos puestos en su contra. Y nos alegramos. El Cid del viernes vino por primera vez a Las Ventas después de más de un año de ausencia. Le esperaban los terrenos del toro, los cites en la cara, el muletazo profundo, los de pecho al hombro contrario. Le esperaba Madrid y le esperaba el toreo.

Salió queriendo desde el paseíllo. Los tentáculos de la fortuna son siempre caprichosos, y esta vez la diosa estuvo de parte del Cid. Tuvo que matar tres toros y triunfó con el que no era suyo. El primero, negro, de Juan Pedro, manso, flojo y descastado como casi toda la corrida, le permitió saludar bien con la capa, ganando terreno, templando mucho. Tras un natural de los que han hecho llorar a Madrid muchas tardes el toro se le vino encima pegándole una paliza tremenda. Creímos todos que llevaba una cornada, pero la cosa se quedó en la taleguilla rota y quizá algún puntazo. Estuvo valiente y dispuesto, mandando en el toro, sometiéndolo, cruzándose al pitón contrario. A su segundo, un sobrero de Gavira muy en puntas, le enjaretó derechazos casi desmayados, cortos pero profundos, y algún natural que el toro se tragó mal. La espada algo desprendida enfrió al público, que apenas sacó dos pañuelos. El sexto de Juan Pedro, mal presentado como toda la corrida –éste por chico, el jabonero de Morante por fuera de tipo, todos anovillados de cara— se dejó mucho y muy bien por el pitón derecho. Fabulosa y eficacísima la lidia de El Boni, ese tesoro de El Cid. Buenos pares de la cuadrilla de Aparicio y brindis al herido. Y de ahí, al cielo. Derechazos embarcados, con temple, profundidad y mano baja, como pedía el bombón de Domecq. Pases de pecho eternos. Perfecta la administración de los tiempos. Vano intento por un pitón izquierdo que no quería pasar. Gran estocada. Necesitaba un toro así, una plaza a favor, dejar las zapatillas quietas. Matarlo. Al tercer día, El Cid resucitó.

La otra cara de la tarde, la de la tragedia tantas veces tratada en los escritos de la tauromaquia, pegó de lleno en el rostro de Julio Aparicio. Llegó a Madrid en brazos de las musas, procedente de la Puerta de los Cónsules de Nîmes, donde había bordado el toreo. En su primero, zancadilla del toro y gateo del matador que quiso quitárselo de encima con la muleta en lugar de taparse echado en el suelo. Eso le costó la cornada. Las fotos que han empapelado todos los medios de comunicación dan mejor cuenta de ello. Una muestra más del mérito de quienes se juegan la vida cada tarde, de que la frase, tan repetida, está lejos de ser un tópico y de que los toros, sin importar los kilos, los pitones o la procedencia pueden hacer daño hasta en los momentos más inesperados, tras las caídas más tontas. Ahí están el Maestro Aparicio y Luis Blázquez, que tuvo más suerte en Sevilla cuando el toro al que apuntillaba le rajó el lado izquierdo de la cara.

Hay gente, aunque parezca impensable, que se alegra de ello. Celebran y hasta disfrutan las cornadas. Ponen al hombre a la altura del animal, y si la carne humana pudiese ser consumida pedirían sacrificios de personas por desagraviar a los pollos. Son ellos los sádicos, los pervertidos, los inhumanos. Los taurinos no vamos a la plaza a ver sangre. Vamos a ver arte y emoción como el que emanó Julio Aparicio al mecer su capote. Arte y sangre. Gloria y tragedia.

 
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