Confidentes, chivatos y periodistas

¿Qué harían ustedes con dos periodistas que han logrado destapar con sus informaciones una mafia dedicada a suministrar anabolizantes a deportistas profesionales en los Estados Unidos? En el país que garantiza en su Primera Enmienda de la Constitución la libertad de prensa no han decidido ni condecorarles ni dedicarles una calle sino mandarlos a prisión. ¿El delito? No revelar sus fuentes.   El caso de Lance Williams y Mark Fainaru-Wada –que así se llaman los reporteros del San Francisco Cronicle- ha reabierto un interesantísimo debate profesional sobre el uso de las fuentes anónimas, los confidentes o los chivatos. Una discusión que resulta especialmente interesante retomar ahora cuando los principales directivos del sector andan detrás de la fórmula mágica que les permita detener la espantada de lectores, telespectadores y radioyentes.   En charlas informales y foros de opinión los expertos y analistas no se andan por las ramas. Los grandes medios tienen grandes dificultades en salir de ese periodismo homogéneo, plano, basado en las ruedas de prensa y las convocatorias oficiales que les vuelven predecibles e innecesarios, mal agravado si cabe por la presencia de Internet. Un reciente estudio de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España confirmaba que las notas de prensa oficiales sepultan a los informadores y suponen un obstáculo (y una coartada, a veces) para que estos no salgan a la búsqueda de fuentes originales.   A todo estoy hay que sumarle hoy la actitud de algunos políticos y jueces, que parecen empeñados en ‘demonizar’ al periodista que para componer sus piezas se sirve de informadores propios que son protegidos con el manto del anonimato.   Los más críticos señalan que el lector tiene derecho a conocer de dónde procede exactamente la noticia, a quién es atribuible. El anonimato de la fuente, aseguran otros, es abusivo y negativo porque debilita la confianza del lector, que puede pensar que el periodista se ha inventado la información. Sin embargo, estas demandas legítimas hay que hacerlas compatibles con una realidad: sin el uso de las fuentes anónimas habría sido imposible descubrir hechos de gran relevancia.   El caso más emblemático es el trabajo llevado a cabo por Bob Woodward y Carl Berstein que acabó con la dimisión del presidente Richard Nixon en agosto de 1974, tras dos años de escándalo e informaciones en el Washington Post. Sin la famosa ‘Garganta Profunda’, el Watergate nunca hubiera sido descubierto.   Hace sólo unos meses, Mark Felt, el alto oficial del FBI y número dos entonces de este departamento, decidió revelar por voluntad propia su identidad. Los periodistas habían prometido que nunca lo traicionarían y así lo hicieron, actuando con un celo ejemplar. La sociedad sigue necesitando de las fuentes anónimas por un simple hecho: en algunos casos es el único modo de controlar y denunciar los abusos de poder.   Bien es cierto que para evitar fraudes o manipulaciones el periodista que las usa debe realizar un trabajo preciso y riguroso. Las motivaciones que mueven a las fuentes que se declaran dispuestas a hablar con un reportero sin que su identidad sea revelada públicamente son muy diversas. Patriotismo, deseos de justicia, solidaridad, rectitud… pero también vanidad, despecho o codicia. Aquí se la juega el profesional de la información cuya tarea es investigar, contrastar los hechos y presentarlos al lector, oyente o telespectador despojados de cualquier juicio de valor.   Volvamos al inicio. España atraviesa una crisis informativa avalada por el comportamiento de los ciudadanos que huyen, cada vez más unánimemente, del periodismo previsible, rutinario y clónico. Por otro lado, la prensa española atraviesa un momento especialmente delicado, acusada de forzar los sucesos para que cada cual arrime el ascua a su sardina.   En esta tesitura, resulta más oportuno, si cabe, romper una lanza a favor del buen periodismo. También del que utiliza confidentes o chivatos. La legislación española tiene esta asignatura pendiente. El riesgo que se corre no es menor. Es lógico pensar que si continúa esta espiral que obliga a los periodistas a elegir entre revelar sus fuentes o dar con sus huesos en la cárcel, éstas se lo piensen dos veces antes de seguir hablando. Y este hecho, ¿a quién beneficia? No hay duda: al corrupto.

 
Comentarios