Un “estatut” con mucha pasión y pocos gavilanes

Un amigo las denomina las ocho expresiones de consuelo menos consoladoras. “Quedaste ciego, ¡pero estás vivo!”. “En la vida, hay cosas peores”. “Encontraremos al culpable”. “Por lo menos no se llevaron el dinero”. “Con el tiempo vas a mejorar”. “Al menos los dedos no se te lastimaron”. “¡Tú estás así porque no sabes lo que me pasó a mí!”. “No hay mal que por bien no venga”. Desconsolado queda también uno al analizar lo que está pasando en Cataluña. ¿Qué hace España metida en este laberinto? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Existe alguna salida para tanta crispación? ¿Estamos en un viaje sin retorno? ¿Nos encontramos realmente preparados para el alcance de la apuesta? A mi me cansa el “Estatut”. No es que me aturullen los bostezos. Es otro tipo de cansancio. Más bien podría llamarse hastío. Hastío, de disgustar, en su primera acepción: “Sentimiento, pesadumbre e inquietud causados por un accidente o una contrariedad”. Porque lo del estatuto de Cataluña es una contrariedad y un accidente. A nadie le gusta ver a su país dividido o enfrentado; encarados los de una ciudad con otra, los de un territorio con otro, los de arriba con los de abajo. Uno quiere para los suyos la concordia, el ajuste, la unión y el convenio, y no comprobar cómo la tierra que uno pisa se desencuaderna, arrebatada por demandas de singularidad. Máxime cuando el debate alcanza tintes tragicómicos. Quizá sea conveniente recordar ahora que uno de los principales responsables de la actual situación política es un partido que puso el grito en el cielo cuando la cadena pública catalana TV3 dedicó 40 segundos de su telediario a Letizia Ortiz, tras aparecer en pantalla junto a una bandera española visitando un acuartelamiento de la Guardia Civil. Esta misma formación llamó “catalanófobos” a los directivos editoriales de la Feria de Frankfurt cuando advirtieron, tras invitar a la “cultura catalana” al certamen de 2007, que no iban a tolerar que se dejara fuera de la muestra a los autores que no han escrito exclusivamente en catalán, como Terenci Moix, Manuel Vázquez Montalbán o Eduardo Mendoza. Se trata de unos políticos que demandan todavía el perdón de España por haber utilizado armas químicas en la guerra del Rif, donde las tropas españolas se enfrentaron a Marruecos. Un colectivo que da vida, en fin, a un movimiento popular que considera al toro de Osborne un “icono españolista” en tierras catalanas y, por lo tanto, una peligrosa figura a extinguir. Mucha pasión y pocos gavilanes. He leído a Carod Rovira, buscando entenderlo. Y me causa bastante inquietud, lo reconozco. No me tranquilizó oírle reconocer públicamente hace unos días que el “Estatut” votado por amplia mayoría en el Parlament era sólo “un paso” hacia el Estado catalán. Pero eso es lo más suave que ha dicho ante los suyos. Las hemerotecas me han permitido rescatar tres párrafos de un discurso pronunciado por el líder de Esquerra Republicana, el pasado 27 de abril en el Auditorio de Barcelona. Aquella noche, Carod Rovira deslizó las siguientes perlas: “Algunos pensarán que, ante la estéril actitud dialogante adoptada por ERC, la solución sea el independentismo. Nuestro proyecto es gradual, debe ir por etapas. No hay que adelantar escenarios y hacer el juego a los radicales que nacen e irradian sus ideas desde el kilómetro cero de la Puerta del Sol”. “Nosotros, que vamos sobre un tren que tiene como último destino la estación de la independencia, estamos dispuestos, los próximos años, a adelantar juntos en España hacia la estación anterior, la estación federal. Pero también tienen que quererlo ellos. Claramente federal, honestamente federal, legalmente, prácticamente, simbólicamente federal. Con un tribunal constitucional como árbitro neutral de verdad y un senado federal y no ficticio. Y culminó: “Si los federales cierran la puerta al federalismo que sean conscientes de que la cierran para siempre. No nos dejarán más salida que el estado independiente”. (El que quiera leer un extracto fiel de aquella luminosa intervención puede hacerlo aquí). Es la hora de los gavilanes. ¿Será posible encontrarlos entre tanto vertebrado que opta más bien por enzarzarse en melodramáticas pugnas con el toro de Osborne? Al menos, estamos vivos, que diría el otro. Triste consuelo. Hastío y cansancio.

 
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