Animalia

Alterar el hábitat de cualquier animal lleva aparejado reproche, incluso penal. Y acabar cruelmente con ellos, o sus crías, lo propio. Los sufrimientos que les son provocados se persiguen igualmente, porque lo que gravita en torno a esta protección trasciende ya a la indemnidad de estos seres vivos para penetrar de lleno en su ámbito de dignidad, una noción genuinamente predicable del hombre hasta hoy.

Detrás de todas estas razonables nociones éticas, no obstante, se constata cada vez más en nuestras sociedades una versión un tanto extremada, rayana en lo extravagante. Piénsese en esas mascotas ataviadas con gorros o abrigos de punto o en las personas que conversan con ellas con entera naturalidad como si se tratara de un pariente o vecino de escalera. También, en la desmedida contención de las autoridades al arbitrar medidas de control a las poblaciones de fauna salvaje en las inmediaciones de núcleos urbanos, consintiendo que campen a sus anchas provocando accidentes y riesgos innecesarios.

A esta sobreactuación protectora se une el eco que la pérdida de determinados animales, domésticos o no, produce en buena parte de la ciudadanía. Sin necesidad de que mueran por causas ilícitas, el foco se proyecta sobre ellos como si se tratara de celebridades o personalidades relevantes. Algunos en realidad lo fueron, como la perra Laika o la oveja Dolly, pero de lo que hablo aquí es de ejemplares que se han limitado a pacer, a producir o a acompañar a sus dueños, pero a los que se les brinda una despedida digna de la más egregia figura sin haber protagonizado nada extraordinario.

Como es natural, ninguna objeción cabe hacer a las demostraciones personales de cariño tan habituales que se forjan entre quienes mantienen contacto con los animales. “Aquí reposan los restos de una criatura que fue bella sin vanidad, fuerte sin insolencia, valiente sin ferocidad y tuvo todas las virtudes del hombre y ninguno de sus defectos”, llegó a escribir como epitafio a su perro Lord Byron. Pero pienso que esto nada tiene que ver con ese distorsionado desenfoque de la animalidad que rebasa esa óptica íntima y que persigue adulterar la fórmula básica del respeto a las especies para convertirla en otra cosa, casi en una suerte de nuevo mantra de obligado cumplimiento que a este paso pronto acabará dejando sin materia prima a los mataderos.

Ninguna concepción ética o jurídica se compromete cuando se sacrifican especies salvajes que ponen en riesgo cierto los centros habitados o vías de transporte. Tampoco en la regulación de sus poblaciones, lo que constituye incluso un deber desde la estricta perspectiva ecológica. Controlarlas no equivale a acabar con ellas, como apresuradamente se considera en determinados ámbitos caracterizados por el extremismo.

El término medio, en este asunto, luce por su ausencia y compromete cada vez más la adopción de sensatas decisiones que impidan los peligros de jabalíes y demás suidos en el entorno urbano, permitiendo que campen a sus anchas por rotondas, parques y carreteras, hasta que una desgracia se produzca y nadie aparezca como culpable.

 
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