Aline

Un concierto.
Un concierto.

Entre las numerosas víctimas que se cobró el puñetero virus chino figura Christophe, uno de los mitos de la música francesa contemporánea. La chanson gala ha sido pródiga en autores que han pasado a la posteridad, como Bécaud, Piaff, Aznavour, Brel, Trenet, Moustaki, Montand, Brassens, entre otros muchos. La lengua de Molière es especialmente apropiada para la interpretación de suaves melodías, por su elegancia y eufonía. A diferencia de idiomas con sonoridad próxima al ladrido de un perro, el francés cuenta con una cadencia agradable, una dulzura expresiva bastante apta para poner voz a partituras difíciles de olvidar.

Christophe, que al envejecer transformó su apostura juvenil en la del malo de un Spaghetti Western, creó en 1965 una de las piezas más escuchadas de la historia no solo de la canción ligera europea, sino mundial. Aline vendió millones de discos entonces, convirtiéndose en un himno del romanticismo moderno. Su desgarradora letra sobre el imposible regreso de un amor perdido proporciona al tema un toque especial, situándolo en la lista universal de éxitos de todos los tiempos.

Buena parte de la producción musical actual -no sólo en Francia, sino en cualquier lugar-, dudo que pueda ser recordada dentro de cincuenta años como Aline, salvo honrosas excepciones. Se han generalizado últimamente los acordes sin armonía, o con deliberada intención de evitar cualquier ritmo que cautive y provoque emociones gratas. Cada dos por tres le tengo que decir a uno de mis hijos adolescentes que baje el volumen de su reproductor cuando escucha en la ducha esas composiciones verdaderamente abominables que están de moda entre los chavales, a medio camino entre la “monserga africana” a la que se refería Battiato y un mitin de aquel político del moño o la coleta que siempre disertaba como un rapero del Bronx neoyorquino, pero sin su talento. 

Ni me convencen demasiado esas “obras”, ni considero artistas a quienes las perpetran. Más bien pienso que debieran ser llevados ante el juez por graves delitos de lesa musicalidad. Pero el caso es que encandilan a millones, que los tienen como símbolo emergente de las innovadoras manifestaciones culturales en cualquier rincón del planeta, porque la globalización ha ayudado a extender estas fetideces por los cinco continentes.

Quien me tache de viejuno y me censure por no celebrar con regocijo ese hórrido ruido enlatado de ahora, seguro que no ha tenido la curiosidad de escuchar el buen pop y rock, incluso duro, que se estilaba en mis tiempos más mozos. Desde que dejó de pagarse por la música, primero pirateando su propiedad intelectual con descaro y luego disfrutando de ella a través de aplicaciones de extraña gratuidad, percibo un descenso notable en la calidad musical, lo que se corrobora cada minuto en las emisoras de radio al ofrecer con insistencia números uno de los setenta a los noventa del siglo pasado, cuando no versiones remasterizadas de ellos.

Como en otras muchas cosas, en esta también seguimos de capa caída. Por eso necesitamos volver al desván a hurgar en los vinilos de nuestros hermanos mayores para poder deleitarnos con la música de verdad, esa que deja huella y cada vez apetece más escuchar.

Como sucede con Aline, la joya legendaria del gran Christophe.

 
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