Campmany

Jaime Campmany.
Jaime Campmany.
En casa siempre hubo bastante prensa. Al menos dos periódicos regionales y uno nacional, el ABC. Tal vez por su tamaño, era el de más atractiva lectura, sobre todo frente a los de tipo sábana y doble pliego, incómodos de manejar incluso para el seguidor más devoto. En una ocasión, desayunando en la cafetería de mi hotel en Lima, observé a un elegante caballero doblar cuidadosa y magistralmente en cuatro partes un enorme ejemplar de El Comercio para poder dar cuenta con comodidad de las noticias que aparecían en cada una de las porciones en que había plegado el centenario rotativo peruano. Al día siguiente traté de imitarle con discreción, pero desistí al advertir en las mesas vecinas miradas entre perplejas y mordaces ante mis catastróficos pliegues.

A medida que me hice mayor comencé a descubrir en esos diarios vegetales, como ahora se les llama, virtudes más allá de sus formatos. En especial a sus principales plumas, que despertaron en mí gran interés, posiblemente al escuchar a mi buen padre compartir tras el café de la tarde sus reflexiones cotidianas, tantas veces citando párrafos concretos de esas tribunas.

Aunque ABC contaba con una nómina de columnistas repleta de figuras de la intelectualidad y las letras españolas, he de reconocer que algunos me parecían unos plastas incorregibles. Normalmente nutrían esa categoría los ilustres procedentes de saberes experimentales, que debían creerse dotados también de capacidades expresivas de las que carecían por completo. Siempre me he preguntado si esos personajes no tendrían algún alma caritativa a su lado que les advirtiera de sus insufribles ladrillos o de algún amigo que les sirviera de negro literario, aunque fuera a módico precio.

El mejor, con diferencia, era Jaime Campmany. Su gracia al contar las cosas, su punzante lenguaje, su vasta y vivida cultura o el tono tan particular y lírico que daba a la actualidad convertían a este murciano universal en la referencia del periodismo. Nadie como Campmany para contextualizar la realidad y desmontar los camelos que con frecuencia la rodean. Sus “Escenas políticas” eran piezas merecedoras de un Cavia cada mañana, obras maestras del género que podrán leerse dentro de un siglo aunque se refieran a protagonistas de su tiempo.

A Campmany no le podían ver ni en pintura los que nada podían hacer contra su ingenio y su inconmensurable talento. Recuerdo auténticas joyas suyas dedicadas a esas pobres víctimas que hasta ganaban altura al tener enfrente a don Jaime, desde aquél tranquilo energúmeno a Risa Cunde. Su dardos sarcásticos eran inteligentes, con pizca de mala leche y picardía de cabaré, con erudición nada impostada y una soltura que no he vuelvo a ver impresa, salvo en el caso de Alfonso Ussía, su principal discípulo.

No se servía Campmany de una par de frases de alguien célebre sacadas de un libro de citas para componer sus artículos, como hoy siguen haciendo ciertos perillanes que rondan los medios, extrayéndolas de internet. Sus cultivadas aportaciones procedían de las genuinas fuentes del conocimiento y de experiencias vitales y anécdotas personales clavadas en su formidable memoria, que tan amenas hacían siempre sus columnas.

Me encantaría saber cómo se las gastaría en estos tiempos dominados por la corrección política. Apuesto a que sería uno de sus principales arietes, combatiendo esa odiosa y estúpida tiranía a golpe de ocurrencia y buen humor.

Quince años después de irse, algunos seguimos recordando con cariño cuando abrimos el ABC al genial Jaime Campmany, el maestro irrepetible en el noble oficio de contar con perspicacia y coña marinera las cosas que pasan.

 
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