Covita

La madre Covadonga, en Perú.
La madre Covadonga, en Perú.

“No dejo tras de mí ninguna propiedad de la que sea necesario tomar disposiciones. Por lo que se refiere a las cosas de uso cotidiano que me servían, pido que se distribuyan como se considere oportuno”. Estas frases pertenecen al testamento de Juan Pablo II, un documento cuya lectura continúa conmoviendo por su completo desapego hacia las ataduras mundanas y el ejemplar compromiso vital con la causa cristiana. La impresionante sacudida que produjo su agonía y muerte en los corazones de los cinco continentes constata la enorme dimensión de este formidable pontífice, maestro en hechos más que en palabras, y desde luego incapaz de generar la más mínima perplejidad en su mensaje petrino. Wojtyla hablaba lo justo y sobre lo que debía hacerlo, que era lo espiritual, algo que tendría que ser norma en los obispos de Roma, a quienes se les presta atención precisamente por su autoridad religiosa, no por lo que manifiesten en el terreno político, económico o medioambiental.

Esa íntima coherencia entre lo que se hace y lo que se predica la he constatado siempre en aquellos misioneros con los que me he topado o de los que he tenido noticia, especialmente en mis viajes a América. De esas conversaciones a miles de kilómetros de sus hogares he podido comprobar su absoluto desprendimiento terrenal, tal vez para lograr así llevar mejor su anuncio a los que más lo necesitan, que no son necesariamente los más pobres, porque en los países desarrollados es donde se precisa hoy con mayor urgencia escuchar el lenguaje inmaterial de la vida.

Entre esas miles de personalidades impares, generosas hasta límites insospechados, figuraba sor María Estrella Valcárcel Muñiz, dominica rebautizada en Ayacucho como Madre Covadonga, en homenaje entrañable a la Santina de su tierra natal. Covita, como también la llamaban cariñosamente, falleció semanas atrás frisando el siglo y dejando atrás setenta y dos años de entrega incondicional a los más olvidados, desde los presos hacinados en las cárceles andinas hasta las familias serranas sumergidas en la profunda indigencia e ignorancia. En los tiempos de plomo que padeció su lugar de acogida como consecuencia del sanguinario terrorismo maoísta, la Madre Covita trabajó con ahínco por la paz, al lado de las víctimas inocentes de esa masacre sin sentido y sin inmiscuirse en cuestiones que no fueran de estricta naturaleza humanitaria.

La nómina de santos, beatos, venerables y siervos de Dios que acumula la Orden de Predicadores -¡nada menos que medio millar en sus ocho centurias de historia!- confirma que los hijos de Domingo de Guzmán están cortados por el mismo patrón que la Madre Covita, que no tardará demasiado en sumarse a ese catálogo de seres únicos subidos a los altares. La labor abnegada y persistente que los dominicos han desplegado en Hispanoamérica es desde luego para quitarse el sombrero, al igual que sucede con otras beneméritas comunidades católicas. Su tarea discreta y eficaz en condiciones tantas veces extremas es reconocida por generaciones de creyentes y no creyentes en las naciones que han tenido la fortuna de recibirles.

Con todo, es una lástima que la modélica contribución de estos religiosos se haya visto empañada en ocasiones por una minoría que ha actuado como auténtica correa de transmisión de ciertas corrientes ideológicas que han lastrado social y económicamente al nuevo mundo. La irresponsabilidad de quienes confunden estas churras con las merinas es de abrigo, aunque se disfracen con seductores aires revolucionarios, como ocurre con aquellos que se han echado al monte con el crucifijo en una mano y el Kalashnikov en la otra. Los que insistan en esos deplorables planteamientos con los hábitos puestos mejor estarían tratando de arreglar sus problemas con la iglesia, como sabiamente recomendó el gran papa polaco apuntando con su dedo índice a aquel cura con boina que ejerció como ministro de un gobierno totalitario centroamericano.

En estos casos, mucho me temo que solo cabe dar al César lo que es del César, salvo que pretendamos devaluar a un credo milenario convirtiéndolo en una pasajera ideología más.

 
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