Doctor Google

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'Doctor Google'

El otro día, un cliente pidió a sus abogados que le reclamaran por una inundación el “núcleo cesante”. Semanas antes, por un asunto urbanístico, otros letrados tuvieron que dedicar media hora a explicar a un promotor los efectos del silencio administrativo, tras escuchar pacientemente su perorata sin pies ni cabeza sobre esa tradicional figura de nuestro ordenamiento. Ayer, mientras razonaba la solución jurídica de determinado tema a un matrimonio, observé cómo asentían con la cabeza con cierto ademán de suficiencia dando a entender que confirmaban mi parecer, a pesar de que se trataba de algo complejo que era imposible que conocieran, por su nivel de formación. Desde que internet se ha generalizado, han proliferado especialistas en derecho sin título oficial, que no tienen el más mínimo rubor a desnudar su ignorancia incluso en las consultas profesionales a las que extraña que acudan, porque antes de pedir cita ya lo saben todo lo que hay que saber sobre la ciencia de lo justo y lo injusto.


La culpa de esto la tiene Google. O, mejor dicho, el mal uso que se hace de ese formidable buscador. Ante cualquier cuestión, acudimos de inmediato a él, y deglutimos sin bicarbonato todo lo que vaya apareciendo en pantalla, sin contar con los rudimentos elementales para su digestión, indispensables cuando de saberes especializados hablamos. Estas personas que acuden a pedir consejo profesional suelen visitar antes al Doctor Google, que les ayuda a formarse unos líos de campeonato, que luego resultan complicados de desenredar porque siempre quedará la duda de si lo que vieron en la red sin base mínima para entenderlo es lo correcto, o debe hacerse caso al experto de carne y hueso que tienen delante y que se ha preparado para ello durante años.


Para hacer un postre, conocer la mejor carretera para viajar, encontrar un cerrajero o acometer algún arreglo doméstico, los motores de búsqueda de internet y los tutoriales resultan insustituibles. Pero nunca para despachar materias que precisan de recursos sofisticados o enrevesados, fuera del alcance del ciudadano medio.


Algo parecido sucede con la salud. Ante el más mínimo problema, corremos a rebuscar ansiosamente en internet su causa y remedio, encontrándonos la mayor parte de las veces con diagnósticos que nos llevan a la tumba directamente, sin pasar por el tanatorio. Todo esta invadido hoy por la googlecina, en la que una legión de googlédicos se aplican con esmero en advertirnos que no nos acerquemos a la carne gobernada, al pan de molde o la las patatas fritas, pero sí al brécol aunque no nos guste y a tres vasos de agua al día con mineralización débil. En el tiempo de los fakes, se han multiplicado los creyentes en esta nueva religión googlédica, que no dejan de dar la tabarra con sus chuscos avisos pseudosanitarios tantas veces inventados o pasajeros.

Al abogado o médico de nuestra confianza no lo puede sustituir el dichoso Dr. Google, que tanto atolondramiento y neurosis está provocando innecesariamente. 

Javier Junceda                                                                                                                    

 
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