Hechizo atlántico

Aveiro, Portugal (Foto: Javier Junceda).
Aveiro, Portugal (Foto: Javier Junceda).

En Galicia llaman al ocaso “posta do sol”. Y, en Portugal, “pôr do sol”. Su proximidad semántica coincide con una misma realidad física y hasta metafísica: ver ponerse al astro rey en la costa atlántica es de la misma intensidad y hermosura ya lo presencies en Sangenjo o desde Espinho. En esto, como en tantas otras cosas, la naturaleza se encarga de unir lo que las fronteras humanas separan. Cuando le queda poco para desaparecer en el horizonte, Lorenzo acelera como queriendo quitarse rápido del medio. En la playa, recogen entonces sus cachivaches los incondicionales que apuran la jornada, y en el chiringuito queda algún rezagado sobrecogido por el espectáculo que acaba de contemplar. No utiliza el móvil para inmortalizar la estremecedora belleza del crepúsculo, sino que prefiere disfrutarlo sentado y sacudiéndose una cerveza bien fría.

Las autopistas que recorren este litoral ibérico constituyen un riesgo añadido de distracción para el conductor, por la infinidad de paisajes maravillosos que se abren a uno u otro lado y en los que sus acompañantes sí tienen el privilegio de fijar sus retinas. En ocasiones, el trazado atraviesa viaductos en los que cabe divisar rías inconmensurables o localidades primorosas, rodeadas de viñedos.

Al sur del mar de Arosa, en la Isla de La Toja, llegó a reunirse el Club Bilderberg para abordar el futuro del planeta a finales del pasado siglo. No sé si acertaron con sus recetas, pero desde luego que sí al escoger destino, uno de los paraísos más espectaculares que existen. El Gran Hotel lo dirige hoy un inquieto ejecutivo barcelonés que tan pronto te recoge amablemente un tenedor que se te ha caído en el desayuno, que lo ves merodeando por la piscina para que todo esté en regla. O le descubres conversando con un operario de mantenimiento para que blanquee aquella barandilla oxidada. Se llama Jordi y se desvive porque el huésped esté mejor que en casa, imprimiendo un entrañable sello de familiaridad a cada estancia. Como también lo hace Paco, el gran metre, que sigue siendo el rostro de esta auténtica meca de la hostelería internacional.

Si Vigo no fuera ciudad para practicar el alpinismo urbano, no tendría rival. A pesar de ello, conserva el sabor de la puerta de América que fue, y un señorío que luce todavía en los distinguidos edificios de la rúa del Príncipe. Como me cuentan que hay disputas gallegas acerca de qué capital es más o menos bonita, diré sin mojarme que Vigo puede afrontar esa competición con posibilidades.

A Oporto le pasa como a Vigo. Un remonte mecánico se precisaría para escalar desde el Duero y poder subir a un “comboio” en la estación azulejada de São Bento. Abajo, desde el puente de Luis I, se lanzan al agua unos cuantos rapaces flacos que te piden dinero para zambullirse a una altura de vértigo. Los rabelos ya no cargan vinos río arriba, sino que embarcan a nórdicos en chanclas, con pelo largo y pieles ensuciadas por horrendos tatuajes. Los más elegantes, en cambio, protegen sus calvas con un canotier cien por cien de paja elaborado en China y que venden los gentiles angoleños a cinco euros. El aguardiente echado al vino en fermentación otorga a los buenos caldos de Porto su sabor tan inconfundible. Tal vez por eso Pessoa no dejaba de trasegarlo a todas horas.

A menos de una hora al sur de Oporto, dejando atrás las preciosas casas alicatadas hasta el techo de Granja o Gaia, deslumbra al viajero Aveiro, la pujante Venecia de Portugal. Sus pintorescos canales son recorridos cada hora por moliceiros o góndolas a motor que fueron en su día empleadas para transportar algas para el abono de los campos, o para portar las salinas de su entorno. El simpático patrón te previene en portuñol de los restaurantes de la ribera que según él “hablan francés”, de un precio prohibitivo. El bacalao te lo sirven con toques creativos en el barrio pesquero o en la Praça do Peixe, a un coste que aún se puede pagar.

Para cualquier español, recorrer el arco atlántico compartido con Portugal equivale a no salir del propio país, como seguro que experimentan los lusos cuando lo hacen en sentido inverso. Ni los rótulos de información se necesitan traducir a nuestros idiomas, porque son fáciles de entender. Participamos de una misma cultura, religión, economía y medio natural, de ahí que cada vez resulte más absurdo darnos la espalda.

 
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato