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Mondo cane.
Mondo cane.

Mondo cane fue una chocante película italiana de los sesenta. Retrataba en formato documental distintas tradiciones culturales universales, desde Nueva Guinea a Macao, pasando por California, Australia o Portugal. Tras recrearse en el ambiente de duelo en un cementerio de mascotas en Pasadena, por ejemplo, reflejaba acto seguido cómo se desollaban en Taipéi unos cuantos perros lechales, exquisitos para el paladar asiático. Esta sucesión de escenas de lo más variopinto y contradictorio sería hoy más difícil de mostrar, dada la progresiva homogeneidad en que el mundo anda envuelto y que tanto mengua el atractivo o singularidad de cada pueblo. Que la comunidad internacional alcance un consenso de mínimos acerca de prácticas que deban ser erradicadas en cualquier lugar por su objetiva atrocidad -lo que los juristas conocemos como normas de ius cogens, o derechos humanos básicos-, nunca debiera confundirse con la uniformidad en torno al patrón occidental, tan sugerido a menudo por quienes parecen añorar el rancio aroma colonial. 

El caso es que esta cinta hubiera pasado sin pena ni gloria, más allá de su golfo muestrario de extravagancias, de no ser por su inconmensurable banda sonora, y especialmente por su tema principal, More, que estuvo a punto de lograr en 1963 el Óscar a la mejor canción original. Por aquellos años, la Academia premió a melodías que continúan en nuestra memoria, como Moon River en Desayuno con diamantes, o Días de vino y rosas, ambas del gran Henri Mancini. Desde luego, la belleza de More -Ti guarderò nel cuore, en original- la encuentro muy superior a la de Call me irresponsible, que fue la que al final se alzó con la estatuilla. De hecho, he tenido que recurrir a la red para escuchar esta última, que considero una pieza imposible de comparar con la que nos ocupa, incluso en la elegante versión interpretada por Sinatra.

Aunque no se llevara el calvo, More sí se hizo con un Grammy y un Globo de oro por su extraordinaria factura, que la convierte en un clásico por el que no pasa el tiempo. Riz Ortolani y Nino Oliviero, dedicados a poner buenos acordes al cine transalpino, acertaron de pleno con esta partitura, que incluso tuvo su versión cantada en la agradable voz de la mujer de Ortolani, Katyna Ranieri, o en otros muchos timbres divinos, como el citado Frank Sinatra o Judy Garland, Nat King Cole, Andy Williams y hasta Roy Orbison. A Andrea Bocelli le he escuchado también entonar esta nostálgica obra maestra. Y a Duke Ellington tocarla magistralmente con su big band.

Cuando, dentro de unos siglos, se repase nuestra mejor música, como hacemos ahora con Beethoven o Mozart, seguro que se recordará a los que pusieron el sonido al séptimo arte contemporáneo. Ortolani y Oliviero, Williams, Morricone, Bernstein, Mancini, Michael Nyman -insuperable su banda sonora de El contrato del dibujante-, entre un largo etcétera, serán considerados los auténticos abanderados de la formidable manera actual de acariciar el alma a través del pentagrama. 

En épocas tan decadentes en tantos ámbitos, afortunadamente contamos con inspirados prodigios como estos. Aunque nos cueste darnos cuenta, asistimos desde hace décadas a la creación de sinfonías extraordinarias, pese a que coincidan con auténticas flatulencias a las que no debiéramos prestar excesiva atención, porque se expelen justamente con ese majadero objetivo consistente en aturdir y generar perplejidad.

El estilo y delicadeza de More bien merecen por eso ser rememorados, al igual que infinidad de míticas armonías similares que nos han hecho reír, llorar y estremecernos ante la gran pantalla.

 

 
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