Morir

Crematorio de Gerona, durante la primera ola del coronavirus (Foto: David Zorrakino / Europa Press).
Crematorio de Gerona, durante la primera ola del coronavirus (Foto: David Zorrakino / Europa Press).

Para quienes han sufrido el zarpazo del traicionero virus chino, los datos, las estadísticas o las curvas que suben o bajan, sirven de bastante poco. Millones han visto sus vidas truncadas aunque hubieran tratado de cuidarse, antes de estallar esta maldita calamidad. La pandemia nos ha acercado a la cruda realidad de nuestra propia muerte, un asunto del que no queremos oír ni hablar.

Los que han tenido próximo el final de algún ser querido saben bien de qué va esta copla. Y los que han estado debatiéndose entre vivir y morir. La única diferencia estriba en esta ocasión en la soledad: ni las familias han podido acompañar al enfermo en sus últimos momentos, ni este ha podido despedirse de ellos. Los que han librado la batalla y han sanado, tantas veces sin saber el motivo, lo han hecho igualmente aislados, sin nadie al lado. Y no me digan que los móviles han servido para conectarse, porque el calor de una mano o un sentido beso en la frente no puede ser sustituido jamás por una videollamada.

Que la muerte nos alcanzará cuando menos lo sospechemos, es una verdad de perogrullo. Pero nunca estamos preparados para ello. Nuestra sociedad tampoco quiere saber nada de eso, ni está dispuesta a aceptar de buen grado cosas así de sombrías, pese a su inevitabilidad. Cuando ronda la parca, se desatan grandes temores que debieran darse por sentados, precisamente por nuestra condición mortal. Esa súbita realidad nos sitúa de repente ante el desafío más imponente de nuestra existencia, multiplicando los interrogantes y el natural desasosiego. 

Tras nuestro ocaso todo seguirá igual. O no. La angustia, sin embargo, continúa concentrándose en ese mismo instante en el que todo concluye y se deja físicamente de estar presente sobre las tablas en las que has interpretado tu papel y te has convertido en la persona que eres. Desde luego, el que muere no sabemos lo que experimenta en ese concreto trance, aunque existan vivencias de otros que apunten a luminosos reencuentros con seres queridos que ya han fallecido. Es el miedo a la última hora, a la indeterminación del tiempo en que se producirá, al dolor que pueda generarte, a la situación en que dejarás a los tuyos, a la tristeza de no poder seguir siendo el protagonista de tu propia biografía y de la de los que te rodean lo que polariza esos escatológicos pensamientos. Pero también está la poderosa esperanza en el Dios justo y bueno, en los que así creemos.

Si pensáramos un poco más en estos temas, tal vez dejaríamos de hacerlo con las bobadas intrascendentes que nos mantienen entretenidos o cabreados todo el santo día, incluidas las idioteces que monopolizan los titulares. La muerte nos acompaña desde que nacemos y va proyectando su alargada sombra desde entonces. Pero renunciamos a mirarla a la cara, tal vez porque nos consideramos inmortales o porque siempre es mejor hacerse los locos. Es seguro que nos iremos algún día, sin comerlo ni beberlo, y que la vida seguirá su inexorable rumbo hasta que expire aquel que te ha llorado, porque como me gusta decir parafraseando al torero, aquí no se queda ni el Tato. Aunque suframos espanto solo con recordarlo, conviene tenerlo muy en cuenta, para tratar de conjurar tanta soberbia y estupidez propia y ajena.

Pensar en las postrimerías ayuda bastante a pensar en la vida. Y a valorar el inmenso regalo cotidiano de disfrutar de la salud, la alegría, un paisaje, una buena cerveza, la familia o la amistad. Pero sin perder de vista que algún día todo eso acabará, abriéndose para los que así confiamos un radiante horizonte sin fin, sin dolores ni preocupaciones.

No tengo claro que la tragedia que estamos viviendo esté suscitando demasiadas reflexiones de este tipo, salvo en los más directamente afectados. No estaría mal que así fuera, para poder sacar conclusiones verdaderamente humanas de esta catástrofe y reconocer de una vez nuestra profunda fragilidad, así como la brevedad de nuestro paso por este efímero mundo.

 
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