Obispos como Dios manda

Interior de una Iglesia.
Interior de una Iglesia

Nadie obligó a la Iglesia Católica durante la pandemia a cerrar a cal y canto los templos, ni mucho menos a dejar de ofrecer sus cultos públicamente. Lo único que hizo el Gobierno fue condicionarlo a la adopción de medidas organizativas consistentes en evitar las aglomeraciones de personas, en función de las dimensiones y características de las parroquias o santuarios, para respetar así una distancia mínima entre fieles de al menos un metro. Es decir: simplemente poniendo un par de cajas de fruta en cada banco se habría garantizado tal alejamiento, pero en su lugar se ha preferido echar el cierre y evitar problemas.

Que solo un par de Obispos de los cerca de setenta que hay activos en España hayan mantenido abiertas las puertas de sus iglesias durante este tiempo es verdaderamente preocupante. Por no emplear otro término que todos tenemos en mente. Y no me digan que desconocían el alcance la norma, porque cuentan con sobrados parroquianos versados en derecho que les podrían informar de mil amores, aparte de sus propios servicios jurídicos.

Como con pleno acierto y valentía escribió el pasado Viernes Santo el Dr. José María Simón Castelleví, Presidente emérito de la Federación Internacional de Asociaciones Médicas Católicas (FIAMC), “ahora mismo se da la paradoja de que hoy los ciudadanos pueden entrar a comprar a los supermercados, panaderías, estancos de tabaco, tiendas de comunicación o de comida de perros, etc. (manteniendo distancia de seguridad entre personas, sin demorarse, utilizando guantes, con mascarilla, limpiándose con soluciones higienizantes), pero no se puede hacer una rápida visita a una iglesia o santuario. Y no está prohibido por el gobierno: ¡está prohibido por los pastores!”.

Tiene toda la razón el ilustre oftalmólogo barcelonés: la jerarquía eclesial parece haber abandonado a su grey en los peores momentos. Han optado por los medios electrónicos, por las misas televisadas y por una disposición mínima para los últimos sacramentos, no dando la batalla ni en la despedida con plenitud cristiana de quienes han perdido la vida en esta catástrofe. Y me duele mucho escribir esto, porque me tengo por católico.

Nadie está sugiriendo que no se respeten las reglas elementales de higiene o de lucha contra la epidemia. Con regular el horario de apertura o establecer medidas de distanciamiento y protección idénticas a las de los establecimientos que han permanecido abiertos durante estos momentos, hubiera sido suficiente.

Aunque no pocos clérigos y religiosos hayan dado ejemplo heroico de entrega a los enfermos y sus familias en estas espantosas jornadas, contagiados y fallecidos por el virus como auténticos santos mártires, se ha echado sin embargo en falta ese ejemplo episcopal tan necesario en las peores horas, y que tan pocos han seguido, de abrir de par en par los lugares de oración para reconfortar espiritualmente tantísima aflicción.

Cuando todo esto sea historia, a algunos nos quedará ese regusto amargo de que algunas cosas importantes podrían haberse hecho de otra manera.

 
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