¡Qué país, Miquelarena!

Gustavo Bueno.
Gustavo Bueno.

La sana razón, el sentido común, la capacidad natural para juzgar rectamente o para discernir entre lo bueno y lo malo atraviesan delicados momentos, porque el bien y el mal y hasta la racionalidad están dejando de existir. Que un personaje público se pregunte con tonillo de suficiencia si de verdad hay hombres y mujeres, poniendo en solfa una irrefutable diferencia biológica que causa estupor tener que recordar, da pistas sobre lo que digo. Sería interesante invitar a quien así discurre a cualquier yacimiento arqueológico para que compruebe de primera mano el hallazgo de fósiles humanos de uno u otro sexo, aunque sospecho que ni con esas se caerían del burro. O de la burra.

Proliferan hoy estas lumbreras de verbo florido y encantadas de haberse conocido, que no dejan de soltar paridas a diestro y siniestro. Hace días, mientras conversaba en una terraza sobre el pésimo nivel de cierto dirigente, mi interlocutora me espetó: “¡pero si habla muy bien!”. El rasero para medir a los políticos ha quedado reducido a eso, a no dejar de perorar sin tasa, aunque no se diga maldita la cosa o se disparate a discreción. Darle a la húmeda, acompañándola de gestos ensayados hasta la extenuación ante el espejo del gabinete de expertos en imagen que se tenga más a mano es lo que prima, con independencia del mensaje que se pretenda transmitir.

A estos sujetos que carecen de sindéresis no se les puede respetar, afirmaba Gustavo Bueno. Hay que sentarles delante y enseñarles lo que desconocen, pero jamás ponerse a discutir o a dialogar con ellos, porque eso era para él algo impensable. A las críticas por esa peculiar forma de actuar, el recordado filósofo astur-riojano respondía con su característico ingenio: “llámenme fascista o lo que les plazca: yo seré fascista, pero ustedes son unos imbéciles, así quedamos en paz”.

En una ocasión, el gran pensador me reveló con sorna un encuentro casual que había tenido con una vecina en el ascensor. Al preguntarle por su hijo, la señora le respondió: “pues verá, don Gustavo, piensa estudiar derecho porque tiene las ideas muy claras: quiere ser registrador de la propiedad”. Con esa sonrisa suya tan contagiosa, Bueno me confesó al oído: “el chaval tendrá las ideas claras, pero pocas, porque a esa edad y sin haber empezado aún la carrera no es posible elegir ese concreto futuro profesional, salvo que su vocación sea la de cobrar el arancel, claro”.

Hasta ahora, los charlatanes no habían tenido más objetivo que hablar y hablar para lanzar al aire solo palabras sin fin, pero no solían meterse en jardines de flores especializados, ni mucho menos aspiraban a guiar los destinos de nadie. En la actualidad sí lo hacen, pontificando presuntuosamente sobre lo que no saben e insistiendo en ejercer como grandes timoneles de navíos, pero sin el titulín sacado. 

En estos tiempos tan crepusculares, toda opinión es digna de tenerse en cuenta, aunque se trate de una genuina mamarrachada. Oponer a ese principio que nunca son iguales los pareceres que se sostienen, sino que dependen de lo que se defienda, constituye un severo desafío al pueril ambiente relativista inoculado en nuestra sociedad, ya reconvertido en neto nihilismo, en el que vale lo mismo quien razona con corrección que el que no para de exponer desvaríos recios, aunque los haya tomado prestados del último guasap que ha recibido o de la enésima noticia falsa que le han colocado.

Digámoslo alto y claro: hay personas con criterio y auténticos necios a los que el diccionario permite llamar mastuerzos, por no emplear un sinónimo malsonante. Y lo que unos y otros mantienen no puede gozar de idéntico tratamiento, por más que debamos al prójimo una mínima consideración por imperativo moral. El melón dice y hace melonadas. Y el que no lo es suele callar cuando no sabe de algo y sobre todo trata de guardar celosamente su ignorancia a oídos ajenos.

Que tengan que escribirse evidencias tan elementales a estas alturas de la película, resulta sencillamente hilarante. Y que los protagonistas de las majaderías sean los que mandan o esas legiones de sabiondos superficiales que se las dan de enterados, es de aurora boreal. ¡Qué país, Miquelarena, qué país!

 
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