Estar en posesión de la verdad

Cuando tal cosa se reprocha a alguien, suelen estar censurándose dos tipos de conductas: o que el otro no comulga con nuestras ruedas de molino, o que no se deja llevar pastorilmente por la cañada. Mala racha padecen los poseedores de verdades, hostigados por sus presuntos dueños o por aquellos que ni tan siquiera lo aspiran ser.

No todas las opiniones pesan lo mismo ni son igualmente respetables, aunque sostenerlo en contextos de tanto igualitarismo montaraz constituya una extravagancia. Tampoco son mejores o peores dependiendo del grado de consenso que pueda existir sobre ellas. Por criterios democráticos han alcanzado el poder ideologías patológicas que aglutinaban a muchedumbres y de las que aún recordamos sus estragos. Por más que se insista en pensamientos erróneos, por más que su lluvia fina empape a cada vez más personas, rara vez logran hacerse un hueco en la sala de trofeos de los grandes avances de la humanidad. Si esas majaderías se toleran es por obligación moral, siempre que ayuden también las suprarrenales.

            Para el que no tiene destino cualquier viento es bueno, reza la máxima marinera remedando al gran Séneca. Aquellos que recriminan a los demás estar en posesión de la verdad por limitarse a reflejar su punto de vista o por advertir de un severo desbarro, acostumbran a cobijarse en dicha deriva hacia ningún lugar. O, peor aún, hacia aquél en el que parecen ir los demás, aunque ni tan siquiera lo sospechen. Existe una plácida mecedora que acuna a quienes así actúan, que les exime de cavilar acerca de lo que es o no acertado: eso se lo dan ya masticado cada segundo por internet.

            Como es obvio, todos podemos estar desacertados. Pero eso es siempre mejor que ni tan siquiera intentar discurrir por uno mismo, tachando al otro de “estar en posesión de la verdad”. Quienes están equivocados, al menos se han creado algún criterio sobre las cosas, algo que no siempre sucede con los que bastante tienen para dejarse embaucar por el último que llega, el más chocante, el más vociferante, el más cautivador o el más original. Los que están en posesión de la verdad, aunque errados, tienen por ello un excelente pronóstico: al menos tratan de razonar. Los que les critican rara vez lo ensayan, por eso mis preferidos son los primeros.

            Estar en posesión de la verdad, también, equivale a estar abierto a reflexiones diferentes, siempre que sean más justificadas que las que uno pueda defender. Lo contrario es comportarse como un genuino patán, de no existir perturbaciones de por medio que lo disculpen. El que no admita esta elemental regla, pasa a engrosar necesariamente el insufrible catálogo de los dogmáticos, aunque esboce sonrisa de hiena o cuente con una fachada dicharachera y salerosa.

            Mil veces escogería, en suma, a quienes están en posesión de la verdad pero admiten no estarlo si se les convence con argumentos de lo contrario, en lugar de aquellos otros oráculos encantados de haberse conocido, que zanjan las conversaciones apelando a que el objeto del diálogo “está ya escrito”… ¡por ellos mismos! Y no digamos de los que, con rictus severo de orangután o con piel de oveja y gracejo chispeante, se consideran en propiedad de la verdad y te sacuden un bocado cuando menos te lo esperas.

            Mejor poseer la verdad que adueñarse de ella. Y desde luego, mucho peor renunciar a tal loable empeño, en vez de limitarse a compartir disparates que se extienden por doquier y a los que cuesta encontrar pies y cabeza. 


 
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