Sin fotos

Los álbumes de fotografías amarillentas con bordes troquelados no solo proporcionaban valiosa información familiar, sino datos interesantes sobre la sociedad de nuestros mayores. En mi caso, mostraban a caballeros con bigote, pajarita y sombrero, o a damas con elegantes pañuelos en la cabeza. También a monjas con enormes tocados, que servían a mi abuelo o a mi padre en su quehacer médico diario. Esas imágenes reflejaban primorosos edificios que serían luego pasto de la piqueta, calles de tierra de pintorescas ciudades y pueblos, e incluso a los escasos vehículos que por ellas transitaban. Con esas instantáneas podíamos hacernos una idea aproximada del modo de vida de aquellas buenas gentes, en especial de sus tradiciones y celebraciones. 

No sé cómo se las apañarán las nuevas generaciones -o quienes examinen el día de mañana esta época-, para contar con estampas así. Desde que las cámaras y los revelados fueron sustituidos por el teléfono, ese gran patrimonio ha dejado de plasmarse en papel y de conservarse en hojas anilladas protegidas por folios de plástico transparente, que garantizaban su pervivencia. Cientos de fotos inmortalizando entrañables recuerdos duermen hoy el sueño de los justos en las oscuras tripas de móviles inoperativos por la dichosa obsolescencia programada o como consecuencia de la imparable matraca publicitaria del sector, empeñado en que cambiemos de dispositivo cada dos por tres, aunque funcione a las mil maravillas. Cuando se pretende recuperar esa significativa documentación suele ser tarde, como te comentan en las tiendas que solo aspiran a colocarte un nuevo aparato en lugar de ponerse a extraer archivos gráficos de uno antiguo. O porque el celular se ha malogrado antes de que pudiera salvarse el preciado contenido que albergaba en sus entrañas.

Quizá estemos pagando el pato de la célebre transición digital los que pensábamos con candor angelical que los problemas que nos traería la modernidad tecnológica se ocuparía ella misma de arreglarlos. Pues va a ser que no, al menos en este asunto en apariencia tan trivial. Infinidad de material que en otro tiempo estaría organizado en sencillos cuadernos colocados en una estantería de la salita de estar ya no existe por obra y gracia de ese espejismo informático que continúa cautivando hasta cuando genera incordios como el que describo.

Algo que era de coser y cantar se ha convertido por esa ridícula fascinación electrónica en una gaita. Aunque hagamos muchas más fotos que ayer, tantas de ellas superfluas, su conservación provoca inconvenientes que no existían en los simples álbumes, al tener que guardarlas en nubes que no son gratuitas, cuando no en lápices de memoria que nunca sabes lo que te pueden durar o dónde demonios los has metido, o vagando de ordenador en ordenador con un coste cada vez mayor de almacenamiento, y sin contar el precio añadido de la electricidad, cercano al del caviar iraní.

Estas cosas, insisto, no se daban en aquel malhadado mundo analógico. Y vivíamos tan ricamente. Ahora, en cambio, nos hemos empeñado en crear dificultades donde no las había, justo por ese extendido papanatismo 5.0 del que cuesta escapar, sobre manera a los incapaces de advertir que no todo el monte es orégano y que una prudencia elemental aconseja siempre abrazar novedades solo cuando superan lo que tenemos o conocemos.

Sin defender tendencias neoluditas o tecnofóbicas, bien haremos en desenmascarar el acentuado cretinismo que acompaña a determinados avances, en particular a aquellos que aceptamos a diario como verdad revelada cuando no son sino retrocesos o camelos como la copa de un pino. 

 
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