El valor de las palabras

Don Carlos, un bondadoso y tolerante profesor de filosofía en el quinto curso de los Hermanos Maristas de Burgos, se refirió reiteradamente a este principio que a mí se me quedó muy grabado y que ha servido, y me sirve, para tratar de entender, o sencillamente de descartar, explicaciones confusas y aseveraciones equivocadas.

Ahora el actual ministro de Educación y Cultura se ha empeñado en desmontar la afirmación ontológica de mi añorado profesor y nos quiere hacer creer que el suspenso y el aprobado no son términos decididamente antitéticos, sino sencillamente matizables. El risueño político pepero, siguiendo el magisterio del no menos sonriente presidente del gobierno socialista, Zapatero, ha decretado que se puede pasar de curso con dos suspensos, o lo que es lo mismo, que el suspenso y el aprobado no son términos antagónicos, sino mecanismos administrativos oportunamente utilizables. El suspenso es más que una apelación. El suspenso es descalificación y reprobación. Los suspensos no se pueden transformar artificialmente en algo temporalmente útil, pues siguiendo las reiteradas apelaciones a mi viejo profesor, “entre el aprobado y el suspenso hay una repugnancia esencial”.

Pasar de curso con dos suspensos es sencillamente inaceptable, por muchas disculpas que se aporten y por muchos disimulos que se establezcan. Del suspenso solo se sale con nuevas y exigentes pruebas que marquen la actitud de exigencia para no entrar en el terreno movedizo de la oportunidad y el mamoneo.

Así nos va. Todo sea por el buenismo, la equivocada tolerancia y el cortoplacismo, al que son tan aficionados los políticos de hoy -tanto los del PP como los PSOE- y no se trata de incluir artificialmente a los de Podemos, que palmariamente pretenden que los aprobados y los suspensos se repartan en función de cuotas, adscripciones ideológicas o escuelas de equivocado pensamiento.

Continuando por este camino, alejado de la excelencia, de la exigencia y del rigor, llegaremos a un cómodo vale todo que no incomode y tranquilice. Es posible que muchos padres se sientan cómodos y relajados con estos absurdos escamoteos; al final lo pagarán ellos y sus hijos y, sobre todo, lo pagará el país, que discurrirá por la flacidez y la decadencia.

 
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