Art Decó o el punzante anhelo de prosperidad

Es repetirlo y escuchar al punto un repicar jubiloso, el de los corazones anhelantes en los barrios prósperos que suenan a algo así como si olvidáramos a Rato junto a un campanil.

Las mortales almas vendidas a la gama EXPEDIT de Ikea, no podemos ni remotamente intuir la suerte de sinsabores que también ha deparado la crisis a burgueses y potentados. Son muchos viajes a Montecarlo anulados, otros tantos en clase turista, demasiadas renuncias al cashmere, a la parafina, muchas suites reservadas con Groupon. Por eso atienden con reverencial respeto cada anuncio del gallego, cada agüero que deja caer oportunamente desde su metro noventa, cualidad que sin duda le convierte en oteador privilegiado de la lontananza.

Y el informe es desde hace meses positivo. Ha frenado en seco los suspiros de fresa y urge a la celebración prematura con el mismo descaro que las pavlovianas primaveras de El Corte Inglés. Las Blue Jasmine, obedientes, se enjugan las lágrimas y reverdecen en boutiques, cafés y clubes de campo. Las más prudentes, aguardan -no sea que caiga el último chuzo de rating- y entre tanto hacen boca con la deliciosa muestra de Art Decó que acoge estos días la Fundación Juan March, en Madrid.


Di en emularlas y me encontré pronto feliz en medio de aquel jardín de rejas animadas, hipnóticos estampados, muebles imposibles, flecos, plumas y rumor de jazz. Allí una simple silla lleva la cornucopia como respaldo, las lámparas se ponen de puntillas y los aparadores, quizá víctimas de un  sueño kafkiano, se tienen por insectos. Viven también los vidrios, las ricas telas de estampados geométricos o en jacquard, los nudos de las alfombras y el papel de pared. Bailan aún divertidos en sus vitrinas los coquetos vestidos de las flappers, aquellas faldas drapeadas cargadas de fantasía tintineante, que descubrían rodillas y dinamitaban convenciones a golpe de joie de vivre.


A cada paso, detecto a mi alrededor un uso abusivo, pertinaz -extenuante- del calificativo 'bonito', seguido de un coro de interjecciones admirativas. Y es que se da la circunstancia de que el art decó, que siempre fue bellísimo, vuelve a despertar hoy la clase exacta de entusiasmo que le vio nacer. La de una sociedad hastiada de privación y sacrificio, sedienta de nuevas etapas, de opulencia, de días en los que ya no toque llorar sino celebrar la vida. Un nuevo tiempo, más trivial y placentero, que reclama al fin como propio.

Entonces fue una guerra mundial y no una crisis -aunque todo habría de llegar- el capítulo a enterrar. París se miró al espejo y encontró un filón con el que capitalizar la nueva era de prosperidad económica. Imaginó cada hogar como una réplica a escala doméstica de l'enchantement parisien, cada interior como un entorno digno de albergar noches mágicas. Soñó estancias a juego con las renovadas ganas de vivir de aquella alta sociedad fitzgeraldiana a la que supo hablar en su lengua materna: el lujo. Un idioma que Francia ya dominaba pero al que condujo a nuevas cotas desde un  extraordinario trabajo de la artesanía, convirtiendo en memorable hasta el detalle más nimio, revelando como seductor lo anodino.

Dominaron técnicas como el lacado o el esmaltado para lograr refinadas superficies, exquisitamente brillantes y pulidas; materiales preciosos como la plata, el marfil o el ébano, traídos de las colonias, eran de curso común; y las paredes, el mobiliario, la ornamentación (¡hasta el utillaje del hogar!) se impregnaron de aquellas líneas, a veces elegantes y funcionales -según los nuevos cánones de la haute couture- otras industriales y geométricas, como un remedo casero de las vanguardias. 

 


Todo aquello fraguó, como suele pasar, en una muestra parisina: la Exposición Internacional de 1925, donde el mundo pudo deleitarse por primera vez con las posibilidades de un estilo global, proteico, sumamente adictivo y glamuroso que terminó codificando definitivamente el gusto de la modernidad. Porque ¿acaso no era aquello puro idioma publicitario, una prematura y madmeniana apelación al placer, la voluptuosidad y el imperio de las emociones?

Cada una de las piezas que aquí se exponen (y cito por ejemplo el delicioso biombo lacado de Rateau, de influencia japonista; o el abrumador brazalete Tutti Frutti, de Cartier) está concebida para atravesar directamente del ojo a la entraña sin salvoconducto. Y ya en esos primeros balbuceos de la sociedad de consumo se intuyó con certeza preclara lo indispensable de concebir un buen diseño, 'El diseño', para que la alquimia funcionara.

Asómense, si no, al pequeño expositor de perfumería de esta muestra. Sobre un par de estantes encontrarán una cuca selección de frasquitos, tarros y balsameras de las más caprichosas formas y colores. Y sin embargo, la pieza maestra de la selección no es precisamente fastuosa. Su silueta es limpia, formidable y directa. Tan aséptica que casi parece de laboratorio. El sutil pulido de las aristas remite a la morfología de una gema. El cristal, sin tintura, desvela el áureo contenido y una simple etiqueta blanca remata el que sin duda es uno de los hallazgos más sobresalientes (con permiso de Coca-Cola) de la historia del diseño: el legendario frasco de Chanel nº5.


No es descabellado pensar que un porcentaje importante del éxito del centenario perfume -el más célebre en todo el mundo y acaso aún el más vendido- se deba a tan acertada presentación, obra de Jean Helleau. Y es que aquel sublime vidrio supo resumir el carácter minimalista y sofisticado de Coco. La firma reconoce ese capital y lo conserva tal cual hasta nuestros días. Hoy mismo si sale usted a la calle puede tropezar con una Gisele Bündchen de marquesina con la vetusta fragancia como único atuendo. A lo Marilyn. Pero no es ni muchísimo menos el único rastro que pervive de aquellas arts décoratifs. Yo me quedo con las coquetas ilustraciones de las latas de vaselina Gal, estilo Mucha, o los magnéticos retratos de Tamara de Lempicka. Usted revise el dibujo de su portal, el de aquella coctelera arrumbada o incluso el nudo de su corbata. Queda desear que estos diseños colonicen de nuevo nuestros días con el mismo vigor que entonces. Esta vez para salvarnos del marasmo estético de la posmodernidad y del feísmo post-crisis. Todo, claro, si Rajoy quiere.

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