París: de diosas y fieras

El italiano, que no es Strauss-Khan, disfrutó menos de la visión de la valquiria furibunda que se le abalanzaba minutos después de mantener los tipos de interés, y hubo de hacer lo propio con la compostura. El episodio, carne de meme y de teleobjetivo, dejó cardiaco a Draghi, sin palabras a los de seguridad y encantados a los fotoperiodistas que inmortalizaron el abordaje desde los más insospechados ángulos y perspectivas, felices de que algo de jolgorio amenizara el tedio burócrata.


Habrían preferido sin duda que la Khaleesi hubiera sido más ortodoxa con los habituales preceptos de Femen respecto de la indumentaria pero esta vez el púdico atavío de la protagonista nos permitió, por una vez, atender al mensaje.

Y a su poética visual. Porque descontado el carácter absolutamente reprobable del asalto -y lo preocupante de que pudiera en efecto consumarse en la sede misma del BCE- también es un hecho que fue un espectáculo visualmente muy potente. Activa el relato antropológico de moda, el del ser humano contra la injusticia, y desempolva otro -mitológico- que también arrasa, la alegoría femenina de la Revolución.

Encaramada a la mesa, Josephine Witt (¡qué viva la Pepa!) se me antojó como la versión quincemista (y bufa) de la Victoria de Samotracia. Ni rastro del garbo clásico aunque sí de la excelencia atlética de la deidad, a juzgar por el número de cetrería que simuló su aterrizaje. Tampoco eran esta vez los aguerridos persas el enemigo, sino la posmoderna -y poco excitante- “dictadura del BCE”. Aunque no desmerezcamos a Josephine, que bajo una lluvia de confeti celebró eufórica su gesta, brazos en alto, como una victoria alada.


No era, sin embargo, Niké una divinidad precisamente subversiva. La efigie que hoy se conserva en el Louvre, y que tuve oportunidad de contemplar en un reciente viaje a París, representa a Atenea victoriosa y es todo un emblema antiimperialista: los griegos clásicos le atribuían la victoria sobre el invasor persa en la Batalla de Salamina. Y quizá por ello los griegos contemporáneos la reclaman con ardor, achacando quizá a la pérdida su actual caída en desgracia. Como si en las henchidas alas de Niké habitara intacto el orgullo soberano de la cuna de Occidente.

Ese mármol idisiosincrásico reside también en la Venus de Milo que posa a unas salas de distancia. Y lo hace solemne, grave, con esa parsimonia milenaria que le caracteriza -al estilo Tsipras elaborando programas de reformas- y que le hace a uno enmudecer de pura reverencia al contemplarla.


 

La experiencia es un auténtico recreo: a las arenas del rostro le asoman estanques de quietud como los que implorara Gutierre de Cecina. Su mórbida blancura es cegadora y acaso todo el peso de la colosal galería parece reposar allí sobre el único estribo de su grácil curvatura. No tiene alas como las de Atenea. Apenas brazos. Pero la carencia no hace sino realzar la pureza de su canon sin afeites. El dibujo de la espalda es delicioso, refuerza el contrapposto frontal y habría arrancado soberanos elogios en unos Premios Woman. Desprende en suma la dama un embriagador perfume de mesura, de belleza nuclear, que sigue deleitando hoy a los miles de turistas que la visitan y a los que atiende con indulgencia de Chanel escultórico.

Pero decíamos Revolución. Y su emblema pictórico por antonomasia también cuelga en el Louvre: La Libertad guiando al pueblo, de Delacroix.


Cuando el óleo fue expuesto por primera vez en el Salón de 1831, su protagonista despertó bastante más estupor que nuestra bisoña activista. Nadie terminó entonces de entender por qué la sacrosanta Liberté se les aparecía como una vulgar desarrapada. Ni a santo de qué Eugène Delacroix la habría pintado medio en cueros. Aquella paladina sucia y magullada, a la que se le adivinaba incluso el vello en las axilas, no encajaba en categoría alguna. No era sensual, no era académica y mucho menos alegórica. Hoy día, en cambio, resulta casi imposible evocar una imagen más paradigmática de la Revolución. Impetuosa, salvaje y fundida en la refriega, la Libertad de Delacroix avanza como una deidad terrible y hermosa al tiempo. Nos arenga y no repara en el reguero de destrucción y muerte que siembra a su paso. A su izquierda, la promesa de que la seducción perdurará: un niño, fusil en ristre, toma la avanzadilla. Aquella obra de vanguardia resulta hoy declaración institucional.

Si Delacroix cruzó una línea, Edgar Degas, directamente, la dinamitó. Parió una criaturita en cera a la que puso por nombre Pequeña bailarina de catorce años, y la presentó en sociedad en 1881. La crítica la despedazó. Con esa ferocidad doméstica con la que los sistemas arrancan siempre el brote de crítica. Por aquel entonces, Degas era ya muy conocido por sus encantadoras danzarinas pictóricas. Pero aquello era distinto.


Había algo turbio en la apariencia de la joven estudiante de danza Marie Van Goethem. En en ese siniestro y ajado cuerpecillo de pecho hundido y rara cabeza. En su actitud impertinente, su inverosímil estatura.

Además no era extraño en aquella época que las chicas de baja condición compaginaran las clases de ballet con otros servicios, menos nobles, a caballeros pudientes.

Quizá por eso, desde el interior de su urna, Marie yergue una barbilla inflada de insolencia mundana que -aún hoy- reprende implacablemente a quien la observa. Es una sentencia. Un afilado escalpelo dispuesto a rebanar conciencias. El Museo de Orsay cuenta con una de las réplicas en bronce de la fierecilla. Aquello sí era crítica inmisericorde. Luego fueron los escrachesde confeti.

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