Sorolla: el arte de grabar la luz

Me llamó la atención este cuadro en mi reciente visita a la exposición Sorolla y Estados Unidos, muestra imprescindible del valenciano que puede verse estos días en la capital, en la Fundación Mapfre.


Tres niñas, hermanas, se acercan a la orilla del mar cogidas de la mano. A esa hora de la tarde hace ya algo de fresco y aunque se cubren con pañuelos la más pequeña se estremece. Así, con el ingenio que socorre siempre a la necesidad, convierte su falda en improvisado calzón y pega la cabeza al pecho para entrar en calor. La niña se abstrae pero su mirada tropieza pronto con algo que la saca del ensimismamiento: es su propia imagen reflejada en el agua, en la húmeda patena que olvidó la ola.

Ese instante, esa brevísima porción de tiempo –tiempo casi subjetivo– es el que ha robado el pincel de Sorolla para la eternidad. Un pincel prometeico, refulgente, nervioso, compulsivo, audaz, untuoso. Pincel elegante y refinado. Pincel exigente. Soñador y riguroso... Un pincel fotográfico que escora siempre el punto de vista, que rehúye con síndrome pictorialista todo encuadre académico. Es algo especialmente evidente en la composición de Las tres hermanas en la playa (1908), donde casi se nos hurta la visión de una de las protagonistas. Pero lo cierto es que el influjo de la fotografía es casi norma de estilo en Sorolla. Está en esas composiciones desnudas de simetría. O rendidas al escorzo (Jugando en el agua, 1908), sugiriendo el mundo más allá de los márgenes. También en la espontaneidad de las escenas, en su aparente prosaísmo en ocasiones desmentido por la elocuencia de un título (¡Triste Herencia!, 1899), lo exquisito de una factura (Corriendo por la playa, 1908) o la irrealidad sublime de unos personajes (Paseo a orillas del mar, 1909).

Pero fotografiar es, antes que cualquier cosa, el arte de grabar la luz. Y en eso, Joaquín Sorolla y Bastida no conoció rival. Lo hizo todo más sencillo aquella tierra jubilosa –la de las flores, que reza el cantar–, tierra brillante, ungida por el sol y por brisas levantinas que ya saben a sal como huelen a pólvora o llevan prendido del aliento el dulce azahar. Un vergel mediterráneo para el que la paleta de Sorolla no fue sino natural caja de resonancia. De la punta de aquel pincel de bengala brotaban como por Deus ex machina tardes de olas y rumor de siesta, pieles de agosto salobre, risas de cascabel en la tarde, rostros azafranados de pasión y bronce; el puro blanco y el turquesa... Nadie como él pintó velas henchidas o persiguió con más ahínco la caprichosa estela de los cuerpos en el agua. Hallarlos y retratarlos en su fugacidad se convirtió en una obsesión casi narcisista que de hecho le llevó en más de una ocasión a zambullir el lienzo, como en El bote blanco (1905), donde conquista el inasible ámbito de lo sumergido. Más sencillo le resultó emular el caprichoso juego de sol y sombra que proyecta un emparrado sobre la lona de los aperos en Cosiendo una vela (1896), formidable ejercicio de dominio lumínico.

Aunque a veces era infiel a estos litorales con la plata de los aljibes andaluces y entonces remedaba con embeleso el susurro de sus fuentes, el espejo titilante de los estanques o el letargo mágico de sus tardes sin tiempo. La cal de aquellas paredes blanquísimas restallaba en el lienzo igual que el ánimo de sus gentes a las que gustaba retratar –casi con asombro foráneo– como un colorido borboteo de mantones, farolillos y brazos ensortijados. Conocemos también en Andalucía a un Sorolla más moderado en la ejecución. Esto no quiere decir que peque de academicismo –el encuadre de sus patios sigue desviándose, los planos se estrechan para crear espacios íntimos y las escenas de baile o pesca rezuman dinamismo– aunque sí le descubrimos más sereno y contemplativo aquí que bajo el sol del Turia.

Y es que en Valencia todo estaba sucediendo: tan pronto retrataba un señorial paseo vespertino como cazaba un fugaz flirteo en la orilla o daba crónica puntual de una dura jornada de pesca. A veces la chiquillería se colaba sin permiso en el plano (Niños en la playa, 1916), así que terminó por convertirla en tema recurrente en sus series. Concentrados en el juego, correteando de aquí para allá, pendientes del hermano menor o chapoteando despreocupadamente en la hora del baño; aquellos niños inquietos que no había forma de pintar eran la expresión más sincera de la vida en tránsito.

Con todo, Sorolla no fue únicamente un cazador de instantáneas. En más de una ocasión su pintura estuvo al servicio de un hondo mensaje social. Como en la muy premiada (casi fotoperiodística) ¡Otra Margarita! (1892), en la que encajona en un vagón de tren a una madre infanticida; o en la también laureada y monumental ¡Triste Herencia!, donde el baño de unos huérfanos tullidos se nos presenta con crudeza noventayochista.

Obras como éstas granjearon a Sorolla un sólido prestigio internacional, especialmente en EEUU donde hizo carrera deslumbrando a Norteamérica con sus escenas de playa. Cuando hubo que hacer caja nunca faltó un encargo, con frecuencia un retrato, género en el que también sobresalió y con el que por sí solo habría pasado a los anales de la pintura. No escaseó, pues, el dinero. Tampoco el amor. Jamás la inspiración. Fue profeta en todas las tierras y a tiempo. Hoy sin embargo su obra recala por primera vez en un incomprensible segundo plano del que pugna por salir como luciérnaga del tarro. Urge rescatarla, bruñirla y ponerla en justa dimensión antes de que arribe la ola de la desmemoria o se pierda en la espuma de la posmodernidad.

 

Marian Viñas es licenciada en Comunicación Audiovisual y presentadora de la primera edición del informativo en 13TV.

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