El día en que dejé de ser español (y II)

Hace poco, Iñaki Gabilondo, en un emotivo videoblog, denunciaba que los jóvenes catalanes veían España como algo totalmente ajeno a sus vidas y se preguntaba, enfadado, qué hacían los que decían que no querían que Cataluña se marchara. Lo que yo me pregunto es qué ha hecho él, que durante varias décadas ha tenido mucho más poder que cualquier ministro de cultura. Mi teoría es que nadie, no sólo Gabilondo, ha querido hacer nada. Es imposible que los sucesivos gobiernos españoles, de derechas o de izquierdas, no se hayan ido dando cuenta de que la educación, la cultura y los medios de comunicación, en Cataluña, se estaban alejando: España ya no era España, era “el Estado”; “nuestra historia” ya no era “la historia de España”, sino la “historia de Cataluña” y “nuestra selección”, ahora era “la selección estatal”. Ser español no es emocionarse con “la Roja”, ni mucho menos. Ser español es convivir con otros españoles en mayor medida que con polinesios; pero a veces el cemento de la convivencia está hecho de cosas tan absurdas como querer que gane un mismo equipo.

¿Cómo se siente usted, siendo rehén de los partidos nacionalistas?, le preguntó una vez un periodista a Felipe González. Eso han sido los gobiernos españoles, rehenes sin agallas para transferir lo que hubiera que transferir y para plantarse cuando hubiera que plantarse.

Sin embargo, ¿de qué me quejo si todas las Comunidades Autónomas estaban haciendo esfuerzos ímprobos por enseñar a sus escolares que ellos tenían una fuerte identidad cultural, la tuvieran o no? Casi me caigo de espaldas cuando, en COU, llegó un chico nuevo a mi colegio, proveniente de Tenerife, que me dijo que la asignatura que más le había gustado allí, hasta entonces, era “literatura canaria”.

Llegado el momento, a España no le convendrá utilizar el arsenal jurídico y económico que tiene a su disposición, no ya para impedir la independencia de Cataluña, sino para hacerles pagar por ella: cierre de fronteras, controles aduaneros, tarifas de importación, expropiaciones, etc. España sabrá muy bien que en Cataluña quedarán varios millones de personas que lamentarán sinceramente la secesión y que la mejor manera de alienarlos es perjudicarles a ellos, junto a los independentistas. Así, los españoles en Cataluña, poco a poco, se irán convirtiendo en una minoría como son los rusos en los países bálticos, los italianos en Croacia, los austriacos en Italia, etc. Y mientras tanto, la independencia catalana dará alas a los abertzales vasco-navarros y el Estat Catalá redoblará esfuerzos para tirarle los tejos a valencianos y mallorquines.

El verdadero peligro de la secesión –la violencia a la yugoslava- no tendrá lugar y eso favorecerá a los independentistas, que saben que  teniendo que pagar una hipoteca y con el estómago lleno, a ningún murciano le va a dar por ir a pegar tiros a las Ramblas. Es fácil disparar con pólvora del Rey, pero si yo fuera Rajoy, montaría una TV4 en catalán, que emitiera para todos los Països catalans (Rosellón incluido) y que hablara un poquito, al menos un poquito, de aquello que todos tenemos en común.

No serviría de nada cambiar la ley de educación ni cometer el atentado fascista de quitarle a la Generalitat las competencias en esa materia, porque Joan Tardá tiene razón, mal que nos pese: no es factible obligar a un profesor de Cataluña a hablar en clase en castellano o a enseñar historia de España, si él no quiere. La libertad de enseñanza, en nuestro país, significa que el catedrático, en su aula, hace lo que le da la real gana. El PP afirma que lo único que quiere es que los niños de Cataluña aprendan bien el castellano, pero se les ve el plumero y, además, tendría que dar igual que los niños de Cataluña sólo supieran hablar catalán, del mismo modo que un niño bengalí probablemente no sabe hindi y no por ello se cree menos indio.

Se podría favorecer la existencia de colegios privados no nacionalistas, donde los padres que quisieran podrían mandar a sus hijos, pero la izquierda española preferiría mil veces que Cataluña se independizase antes que dar ni un paso atrás en su dogma de la escuela pública, laica y de calidad.

La conclusión es que si Cataluña no es España, entonces España no existe porque, ¿a santo de qué Andalucía tiene que ser España?, ¿no han sido ellos independientes hasta después incluso de que se unieran Aragón y Castilla en la persona de Isabel y Fernando?, ¿no intentaron, algunos de ellos, independizarse también, en 1641? Al final habrá que concluir que sólo Castilla es verdaderamente España pero, ¿si sólo Castilla es España, entonces por qué la cambiaron de nombre?

Lo dicho, que ya no soy español. Ahora soy madrileño o, en todo caso, castellano. ¿Acaso no tenemos también nuestra historia? ¿Acaso no tuve que copiarme a mano, casi enterito, en sexto de EGB, aquel libro de Mingote sobre Madrid, desde nuestros antepasados cavernícolas hasta el presente? ¿Y qué decir de nuestra flora y fauna típicas?, ¿y qué de nuestro rico folklore? ¿Por qué no podríamos ser, nosotros también, una nación, igual que lo es Londres, dentro del opresor Estado británico?

 

Cuando hicieron a Almodóvar Doctor Honóris Causa por la ínclita Universidad de Harvard, la decana que pronunció el panegírico dijo a voz en grito que el manchego era el verdadero representante de la “nueva España”. ¿Qué nueva España es ésa? De seguro que no es la que soñó José Antonio, pero no sé si alegrarme de ello o echarme a llorar.

Ahora nos dicen que el derroche y la corrupción no son de derechas ni de izquierdas, sino endémicos y cuando enciendo el televisor, por la noche, no me reconozco en ninguno de los esperpénticos personajes de nuestras series de ficción. Será porque, mejorando lo presente, provengo de una familia de hidalgos, pero me cuesta horrores entender en qué se pueden parecer mis dos rudos abuelos a los musculosos afeminados de Gandía Shore. ¿Qué ha pasado con la española, que nunca besaba por frivolidad? ¿Qué ha pasado con los estudiantes, que antes hablaban “de usted” al profesor? Quizá lo que ocurre es que el que no soy español, soy yo.

Bueno, pues se despide de vosotros Nicolás, antes español, hoy empadronado en Pamplona-Iruña y mañana, Dios dirá.

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