Vidas no paralelas: Rivera e Iglesias

Rivera sabe que es un buen debatidor y se le nota. Pero esto mismo obra en su contra, porque parece más importante cómo dice lo que dice que qué dice.

En asuntos serios de Estado muestra conviciones que no han cambiado en más de un lustro, que es mucho en política. Parte de su atractivo se forjó en ser una voz independiente y valiente ante el surrealismo del separatismo catalán.

Da a veces la impresión de que se lo tiene creído y en su partido de aluvión abundan los palmeros interesados que alimentan aún más su propia prisa por mandar: ¡Presidente, Presidente! Para presidente del Gobierno puede que esté aún verde; quizá esté en sazón dentro de cuatro u ocho años.

Iglesias es un camaleón. Tiene un discurso de encantador de serpientes, muy rítmico, pero siempre el mismo ritmo y las mismas serpientes pueden acabar por aburrirse. Le gusta hablar de que el poder está en “la gente”, pero a la hora de la verdad se ha rodeado de una guardia pretoriana, lo que ha motivado en mucha gente de base un notable desencanto y abandono.

Es difícil por ahora que llegue a presidir un Gobierno en España, pero en el Parlamento dará un casi constante espectáculo de transformismo, él, que sin estar a las duras después de estar a las maduros, ahora se dice admirador de la liberal Dinamarca. Sus cambios de posturas sugieren que sus convicciones políticas son oportunistas. Su discurso ofensivo, aunque cada vez más matizado, para el resto de los políticos también resulta ya repetitivo y monótono.

Rivera puede atraer el voto de gente de derecha de toda la vida, ya que él mismo definió su propuesta de cambio como “sensata”. Y, como dijo una vieja, “se le ve muy arregladito”.

Iglesias es el candidato de los antisistemas teóricos, muchos de ellos en busca de una sistemación práctica -como quienes pasaron de okupas a concejales-, cosa (lo de buscar medrar) que, por lo demás, afecta a no pocos de los que se meten en política.

 
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