¿Por qué las guerras?

Aristófanes decía eso mismo en su comedia La paz, del 421 a.C. En los periodos más belicosos siempre han surgido voces clamando contra “los desastres de la guerra”. Así, Goya, en un tiempo de una guerra más que justa porque los franceses nos habían invadido.

Albert Einstein, en una carta que escribía a Sigmund Freud en 1932, decía: “¿Cómo es que estos procedimientos logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Solo hay una contestación posible: porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción. En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge y se desencadena como acto efectivamente destructivo en circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y llevarla hasta su exaltación en el poder de un delirio o una psicosis colectiva”.

Freud le contesta que eso no hace más que confirmar lo que él lleva escribiendo, desde 1920, sobre dos pulsiones en el hombre: por la vida; por la muerte. Y concluye bastante obviamente que lo que hay que hacer en fortalecer la primera pulsión y disminuir la segunda.

Después está de acuerdo con Einstein que el único remedio sería una autoridad internacional con posiblidad de obligar a las naciones a la paz.

Todo bien. Pero digo: ¿cómo se obliga a la paz? Con medios diplomáticos, económicos, bloqueos, etc. Pero si el otro a pesar de todo toma las armas e invade, la única forma de contestarle es con armas: la guerra. La pescadilla se muerde la cola.

La paz y los deseos de paz son los bienes básicos de la humanidad. Pero, ¿qué debe hacer el pacífico cuando el agresivo lo ataca, mata a su familia y le quita todo, desde el honor hasta los bienes? Puede gritar “no a la guerra” pero la guerra ya está allí desde hace tiempo. Las guerras, en principio, son evitables. Pero la historia humana es, en gran parte, la historia de sus guerras.

 
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