8000 millones de terrícolas, sin explosión demográfica

Gente.
Gente.

         La apacible noticia de que la población humana del planeta llega a los 8.000 millones viene acompañada esta vez de proyecciones, quizá halagüeñas para la mentalidad dominante, que prevén un importante descenso del crecimiento. Nada del boom de los sesenta, casi núcleo vertebral del Club de Roma y del comienzo de las grandes políticas de control de los nacimientos para salvar a la humanidad.

         No voy a citar nombres de personajes superconocidos que siguen siendo recalcitrantes en esta materia. Invocan la defensa del planeta para justificar su decisión de no tener hijos, o de traer muy pocos al mundo. Esa perspectiva pesimista tiene tan poco fundamento como las previsiones catastrofistas de hace sesenta años.

         No parece, sin embargo, que el optimismo sea la causa de la normalidad de la noticia: hay muchas más razones quizá ahora en el mundo, tras la pandemia, y con la amenaza nuclear, para ser pesimistas. Simplemente, se conocen cada vez mejor los efectos negativos del ambiente social o de las políticas agresivas –tipo China y grandes multinacionales de la beneficencia-, que han provocado un prematuro y peligroso envejecimiento de la población. Al cabo de los años, se cumple lo que temían Colin Clark o Alfredo Sauvy, y no los agoreros del informe Meadow.

         Ahora, y a pesar del evidente aumento -al comienzo del siglo XX habitaban el planeta menos de 2.000 millones de personas-, los demógrafos de la ONU estiman que la población humana se estabilizará entre los años 2050 y 2100 en unos 10.500 millones. Porque la tasa de crecimiento, que superaba el 2% anual en los sesenta, ha caído por vez primera a menos del 1%. Y aumentan los países con una tasa de fertilidad inferior al 2,1 (mínimo indispensable para el relevo de las generaciones).

         Basta pensar en una reciente nota de prensa del INE, con datos provisionales de la población española en el primer semestre de 2022: crece gracias a un saldo migratorio positivo de un poco más de un cuarto de millón, que compensó el negativo saldo vegetativo de 75.409 personas (158.816 nacimientos, frente a 234.225 defunciones).

         El aumento de la población mundial coincide con las noticias que llegan de la ciudad egipcia donde se ha celebrado una nueva cumbre de la ONU sobre el clima (COP27). Cuando escribo estas línea se presenta como grandísimo logro el acuerdo histórico sobre la necesidad de ayudar a los países en desarrollo, las grandes víctimas del calentamiento y las emisiones de dióxido de carbono, por circunstancias de conjunto, y no porque tengan tasas de natalidad más altas. La gran duda es si contribuirá, y cómo, la China de Xi Jinping, que podría seguir presentándose como país en desarrollo, mientras intenta acaparar materias primas del tercer mundo, para llegar a ser la primera potencia mundial. Hoy por hoy, China es el principal contaminador del planeta, con el 32% de las emisiones.

         Un experto analista francés, Emmanuel Pont, había explicado ya con datos y cifras, en un podcast de Le Monde, que la responsabilidad de los problemas actuales no recae en los países más pobres, aunque destaquen en natalidad: los que tienen más de tres hijos por mujer “representan el 20% de la población mundial, pero solo el 3% de las emisiones de CO2”.

         También en el plano interno de los países desarrollados, las clases populares sufren una doble pena ecológica, como señala Anne Bory, socióloga en la universidad de Lille. Hacen de la necesidad virtud: viven ya la sobriedad energética y la austeridad en el consumo, aunque ahora se penalicen sus vehículos de diesel (antes fomentados desde los poderes públicos): lo pensaba al leer el sábado en una autovía de acceso a Madrid el recordatorio de las ZBE, que ningún problema plantean a las personas acomodadas... Y me acordaba también del eslogan de los chalecos amarillos dirigían al presidente Macron, quizá demagógico, pero verdadero: le preocupa el fin de mundo; a ellos, el fin de mes. Como también puede ser demagógico, pero real, la crítica a las condiciones extremadamente contaminantes de la COP27, organizada casi en el desierto de la península del Sinaí, con más de treinta mil participantes de todo el mundo.

         El nudo de la cuestión no está en el número de habitantes, sino en las condiciones personales y sociales, tanto en el plano doméstico como en el internacional. Como declaró John Wilmoth, director de la División de Población de la ONU, “los cambios tienen que venir más por el comportamiento humano y patrones de producción y consumo que por el número de gente que hay en el planeta”. Porque al cabo –concluye Ignacio Aréchaga su detenido análisis en Aceprensa- “ser menos habitantes sobre la Tierra no va a arreglar ninguna de las grandes cuestiones sobre el clima”.

 
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