Brindis por la paz en el mundo

No se cumplió la profecía maya, y el mundo sigue..., lleno de conflictos, a pesar de la multiplicación de los organismos internacionales y de las continuas llamadas a la paz de los líderes, y muy especialmente del Romano Pontífice. Tampoco se ha cumplido la visión de Álvaro D'Ors: la bomba atómica haría imposible la pervivencia de la soberanía estatal, como al final de la Edad media la pólvora arrasó a los señores feudales a favor del Estado moderno.

Ciertamente, la amenaza nuclear ha impedido una nueva gran guerra, pero se han multiplicado los conflictos regionales y locales. Como leía hace unos días en La Vanguardia, desde 1960 la humanidad ha padecido 280 guerras civiles y 23 guerras internacionales. Un tercio de todos los países de la tierra han sufrido conflictos internos sangrientos; la mayoría, por motivos étnicos. Sin duda, es la gran causa de la permanencia del subdesarrollo en tantos países del Tercer Mundo.

Lo ha repasado recientemente Benedicto XVI, como otros años por estas fechas, en su balance del año ante la Curia vaticana, en su mensaje de Navidad y en el difundido en su momento para preparar la XLVI Jornada Mundial de la Paz del 1 de enero de 2013.

El Papa no se limita a repasar eventos; se esfuerza en analizar las causas, porque sólo se resuelven los problemas bien planteados. Muchas veces, también durante su pontificado, se ha referido a la dictadura del relativismo y a la eclosión de un egoísmo individualista que "no renuncia a nada". Los orígenes de la crisis cultural y social se proyectan a su medida en los conflictos internacionales.

De ahí derivan esos motivos de alarma que evoca el Pontífice: "los focos de tensión y contraposición provocados por la creciente desigualdad entre ricos y pobres, por el predominio de una mentalidad egoísta e individualista, que se expresa también en un capitalismo financiero no regulado. Aparte de las diversas formas de terrorismo y delincuencia internacional, representan un peligro para la paz los fundamentalismos y fanatismos que distorsionan la verdadera naturaleza de la religión, llamada a favorecer la comunión y la reconciliación entre los hombres".

Pero, por encima y a pesar de todo, en el ser humano existe un hondo deseo de paz, particularmente sentido en estos tiempos, aunque no se viva ya por desgracia la vieja "tregua de Navidad". Ese anhelo es consecuencia de una condición natural determinada por el fin último de la persona, que no es otro que la felicidad, según la fértil tradición que nace en Aristóteles y se consolida en la Summa Theologiae de Tomás de Aquino.

El pragmatismo lleva a la humanidad a callejones sin salida, caldo de cultivo de las más diversas violencias, singularmente la barbarie del terrorismo. Hay que recuperar sentido filosófico, capacidad de asombro, para revisar las situaciones a la luz de bases antropológicas y éticas consistentes. Así dejarán de ser determinantes los criterios de poder o de beneficio, según los cuales, como reitera Benedicto XVI, "los medios se convierten en fines y viceversa, la cultura y la educación se centran únicamente en los instrumentos, en la tecnología y la eficiencia".

Como no podía ser menos, el Papa insiste en la primacía de la persona, elemento nuclear de la doctrina social de la Iglesia. Limita la tendencia absolutista del Estado moderno, pero ha de influir también en las condiciones de participación política y laboral, así como en un cierta refundación de las teorías y praxis económicas, también a escala internacional. Como expresó en su día con lucidez el hoy Venerable Pablo VI, el desarrollo es el nuevo nombre de la paz.

Lo más difícil de todo quizá –basta pensar en Israel y Palestina‑ es la incorporación a la cultura y a la ética contemporáneas del concepto cristiano del perdón: "reconocer las propias culpas, aceptar las disculpas sin exigirlas y, en fin, perdonar, de modo que los errores y las ofensas puedan ser en verdad reconocidos para avanzar juntos hacia la reconciliación".

 

Desde luego, como escribía Jesús Ballesteros en su libro de 2006, es preciso repensar la paz, desde puntos de partida y llegada irrenunciables: el respeto a la dignidad de la persona, negado o humillado por la violencia, exige profundizar en las bases antropológicas de la paz.

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