Elecciones en Rusia y amenazas para la paz mundial

En la década de los ochenta, Mijaíl Gorbachov era un líder con mucho prestigio, especialmente desde el lanzamiento de laglasnost (transparencia) y la perestroika (reestructuración). Sin embargo, no gozaba de popularidad entre la población rusa.

Lo supe en su momento gracias a mis felices coincidencias en Roma con el profesor Jordi Cervós, autoridad científica en el campo de la neuromedicina, durante muchos años catedrático en la Universidad Libre de Berlín, de la que llegaría a ser vicepresidente, a pesar de no haber nacido en Alemania. Por su trabajo académico tenía muchas relaciones con científicos de la URSS, y viajaba allí con relativa frecuencia. En las conversaciones romanas denotaba un inusitado conocimiento de la realidad, hasta el punto de poner fecha al desmoronamiento del comunismo soviético (resultó profética). Algo de esto y mucho más se puede leer en sus memorias, traducidas al castellano, desde su primera edición en catalán de 2013, con el título Berlín y Barcelona, ida y vuelta.

Me ayuda a pensar, cuando el partido del denostado Putin revalida la mayoría absoluta en el parlamento ruso (76% de escaños de Rusia Unida en la Duma, la cámara baja). Desde la intervención en Crimea y Ucrania, se mantienen las sanciones internacionales, que más bien están haciendo pagar un precio a algunos países europeos, incluido España. Más anecdótica, pero significativa, resulta la condena deportiva a raíz de los escándalos del dopaje. Y, más de fondo, las serias dificultades demográficas y económicas tampoco parecen hacer mella en el electorado, ciertamente en un contexto de libertad de expresión limitada, pero sin que se hayan detectado ahora anomalías electorales semejantes a las de las elecciones legislativas de 2011.

En la cúspide del poder desde 2000, Vladimir podría volver a ser presidente en 2018. Lo será formalmente, tras la triquiñuela jurídico-constitucional que aplicó con su alternancia con el primer ministro Dmitry Medvedev, para sortear la no elegibilidad tras dos mandatos. Lo cierto es que sigue gozando de una popularidad neta, mientras la oposición no consigue unirse en torno a un candidato con posibilidades. La situación es límite, como muestra el dato de que el segundo partido ha sido el comunista, con el 13,5% de los votos y poco más del 9% de escaños.

De todos modos, no se puede pasar por alto el incremento de la abstención. Si, como se dice en Europa, los descontentos son mayoría, sólo se habría reflejado en ese silencio electoral, que mostraría la envejecida desesperanza de no poder cambiar las cosas. La apatía parece instalarse en el país, especialmente en las grandes ciudades, como Moscú y San Petersburgo (por debajo del 20% de participación). La participación global fue del 48%, frente al 61% en 2011. No se recuerdan ya las grandes manifestaciones en la capital poco después de los anteriores comicios.

Fuera de las fronteras rusas, se usa cada vez más el vocablo democratura, para referirse al sistema que lidera Putin. Se critica su falta de escrúpulos y sus aparentes bandazos en política internacional. Y no se olvida el uso y abuso de la conciencia de identidad patria que está forjando: cala en los ciudadanos esa defensa de los valores tradicionales –incluida la relativa confusión con la Jerarquía ortodoxa-, frente a la corrupción ética occidental.

Ese nacionalismo –admirados por tantos populistas europeos- no dejará de tener consecuencias negativas para la comunidad internacional, como se advierte ya en el conflicto de Siria. El Kremlin se propone destruir la infraestructura sanitaria en las zonas controladas por los rebeldes, mientras la población civil sufre todo tipo de carencias, también alimentarias. Se trata de obligar a la rendición de los rebeldes. Pero, sobre todo, recuperar la condición de superpotencia dominante en Oriente Medio, condición perdida con la desaparición de la URSS. Mucho se habla y se trabaja por la tregua entre los beligerantes en Siria. Pero se olvida que Putin puede utilizar incluso el actual desprestigio de la ONU para conseguir sus propios objetivos de poder. Por eso, su popularidad en Rusia es, de hecho, una amenaza para la paz internacional.

 
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