La guerra de Malí no puede hacernos olvidar la situación de Pakistán

Se ha repetido hasta la saciedad, para justificar la intervención francesa en Malí, que Europa no puede tolerar una amenaza terrorista de los extremistas radicales en un zona tan próxima. La inmoderada reacción de los yidahistas contra occidentales en Argelia justificaría a posteriori la acción francesa, importante en España desde el punto de vista de la normalidad en la distribución del gas natural.

Pero esta realidad no puede llevar al olvido de Pakistán, un Estado enorme, “tan inquietante como desesperante”, según titulaba no hace mucho un editorial de Le Monde. Algunas veces he escrito para unirme a quienes defienden la libertad religiosa –en el fondo, la vida‑ de personas cristianas amenazadas por la presión de los islamistas. Pero es muy grave también la inestabilidad radical de un país de casi 150 millones de habitantes, con una presencia frontal de extremistas, y el riesgo nunca cerrado de que la bomba atómica –de la que dispone desde hace años‑ llegue a manos perversas.

La última crisis –una más en los últimos años‑ ofrece elementos próximos a la tragedia clásica. El Tribunal Supremo decretó el pasado 15 de enero la detención del primer ministro Pervez Ashraf Raza por su presunta implicación en un caso de corrupción. La decisión llegaba cuando Islamabad estaba prácticamente sitiada por miles de manifestantes, que soñaban con una "revolución" al estilo de la plaza Tahrir de Egipto, y exigían la dimisión de un gobierno "corrupto".

Ese clima social desbarata la pervivencia de un gobierno civil, como el que corresponde desde las últimas elecciones al Partido Popular de Pakistán (PPP), el partido de los Bhutto, en franca decadencia. El debilitamiento de su autoridad coincide con una crisis más amplia: terrorismo talibán, que se ceba con los chiitas; violencias étnicas y confesionales en Karachi; estancamiento económico; mal gobierno.

A pesar de urgencias coyunturales, especialmente en el Sahel, Occidente no puede olvidar lo que está pasando en Pakistán. Los recientes acontecimientos socavan el progreso democrático, recuperado con el regreso del PPP al poder en 2008, después del régimen militar del general Musharraf. Lástima que, a partir de entonces haya mostrado una peculiar figura, mezcla de corrupción y de incompetencia. Pero, como escribía Le Monde, “encarna el poder civil frente a los pretorianos que no cesan en sus intentos de debilitarlo”.

Ese gobierno concluirá su mandato con las elecciones parlamentarias de la próxima primavera. En cierto modo, se trata de un acontecimiento histórico: el poder civil ha conseguido finalizar la legislatura sin haber sido disuelto antes por un alzamiento militar. Justamente lo que intentan evitar los radicales: la transición pacífica de Pakistán hacia formas de veras democráticas.

Desde el punto de vista occidental y cristiano, se han producido decisiones positivas, aunque no deja de ser inquietante el pronunciamiento del Tribunal Supremo contra Sherry Rehman, parlamentaria musulmana del Pakistan People’s Party, ahora embajadora paquistaní en Estados Unidos: la Corte ha decido que deber ser juzgada por blasfemia, a raíz de su defensa de Asia Bibi, un clamoroso auto que justifica la necesidad de reformar la ley de la blasfemia en Pakistán.

Pero un gran problema de fondo sigue siendo la acción de los talibanes: en la calle, flanqueado por miles de personas, Tahir Ul-Qadri, un influente jefe religioso, lanzaba el viernes una nueva carga contra el gobierno de Islamabad. Su inspiración no era otra que denunciar la corrupción de las autoridades. Pero resulta clamoroso su silencio frente a los déficits democráticos y las flagrantes violaciones de la libertad religiosa.

 
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