Reformas penales desde Washington a Madrid

               Los supuestos y abundantes errores policiales cometidos en Estados Unidos contra personas de color, no procesados por los órganos judiciales, vienen dando lugar a abundantes manifestaciones populares, que agravan la sensación de malestar democrático en aquel gran país. Los comentarios son abundantes en los medios informativos, y los grandes líderes políticos han debido pronunciarse, aunque sus palabras casi nunca tienen luego un reconocimiento legal en el Congreso: basta pensar que, en estos momentos, con mayoría republicana, Barack Obama tendrá una nueva justificación del incumplimiento de su antigua promesa de cerrar Guantánamo.

               La complejidad de la vida social y los avances técnicos, especialmente en las comunicaciones, plantean cada vez más problemas en el ámbito del derecho penal: resulta más difícil perseguir al delincuente sin poner entre paréntesis clásicas garantías procesales exigidas por la evolución democrática de los derechos humanos.

               En la práctica, Washington desencadenó una gran ofensiva contra las libertades ciudadanas en nombre de la seguridad y de la protección de los ciudadanos, a raíz de los terribles atentados del 11-S. Ha pasado el tiempo, y la batalla contra el terrorismo sigue en pie: las medidas sufridas por ciudadanos pacíficos se muestran poco eficaces, aunque las autoridades gubernativas y los mandos militares no estén dispuestos a reconocerlo.

               Nunca podrán evitarse errores policiales ni judiciales. Pero se han producido demasiados casos recientemente. No parece que sea cuestión de “reentrenamiento” de los agentes, como ha dicho algún Gobernador americano. Más bien se trata de revisar sistemas que producen excesivos efectos perversos, en el sentido sociológico del término.

               Algunos políticos han prometido ya reformar las leyes. La experiencia muestra la ineficacia real de cambios legislativos introducidos en momentos de máxima tensión emotiva en la sociedad. Difícilmente se recuperará con leyes la hoy debilitada confianza de los ciudadanos en quienes deben cuidar de su seguridad, sin extralimitaciones. Y no hay muchas dudas de que el procedimiento penal clásico americano no esté en condiciones de juzgar con equidad los comportamientos de los policías que vayan más allá de lo permitido jurídicamente. Pero es comprensible que la indignación ciudadana exija reformas de algo que suele funcionar bien, aunque no siempre dé la razón a quejas populares.

               En su primera reacción a los veredictos favorables a los policías en Ferguson y Nueva York, Hilary Clinton, posible candidata a la presidencia de Estados Unidos en 2016, afirmó que el sistema americano de justicia penal estaba "desequilibrado", en detrimento de los negros. A su juicio, el gobierno federal debería abstenerse de financiar la compra de "armas de guerra" para la policía. Añadió que urge una reforma del ordenamiento penal. La tesis no es creíble a falta de una valoración de hechos como el siguiente: los ciudadanos compraron 175.000 armas de fuego en el “black Friday” ‑la jornada hiperconsumista posterior al día de Acción de Gracias‑ y batieron una nueva marca, frente a los 144.000 de 2013.

               Todo esto sucede en un país en que las leyes tienden a cumplirse. No es así ni mucho menos en España, como reconoce paladinamente el propio gobierno en la referencia oficial del informe sobre el anteproyecto de enjuiciamiento criminal: “se sustituye el inoperante plazo de un mes previsto en la actual Ley (...) para la instrucción de los procedimientos por plazos realistas”. Pero no se analiza por qué no resulta satisfactorio el trabajo de los jueces, para intentar atajar las causas: tendrían que reconocer que las decisiones administrativas y parlamentarias de las últimas décadas más bien han sido contraproducentes, a falta de un efectivo deseo de remediar problemas endémicos.

               Desde luego, en tiempos de uso y abuso de la neolengua –aunque todavía no gobierne el Gran Hermano de Orwell‑, me echo a temblar cuando se ofrece una reforma de la ley “para la agilización de la justicia penal, el fortalecimiento de las garantías procesales y la regulación de las medidas de investigación tecnológicas”. ¿Se aumentará el número de jueces? ¿Se revisará la complejidad de las oficinas judiciales? ¿Se facilitará la comunicación informática entre jueces? ¿Se traspasará la “omnipotencia” del juez de instrucción a la policía gubernativa? Más bien preveo, a pesar de mi natural optimismo, otra reforma in peius.

               Entretanto seguirá vigente el artículo 24 de la Constitución que acaba de celebrar otro año: reconoce a los ciudadanos la “tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos”. Y añade en el párrafo 2: “Asimismo, todos tienen derecho (…) a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías”. Temo que la posible reforma de la ley de enjuiciamiento sea una nueva rémora. Me encantaría equivocarme.

 
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