Rusia entre el ideal olímpico y las libertades

            Las recientes noticias sobre indultos y liberación de presos en Rusia traen casi necesariamente a la memoria lo sucedido ante los Juegos Olímpicos de 2008 en Pekín.

            Ciertamente, Moscú ha vivido una relativa evolución política hacia la democracia tras la caída de la URSS, mientras que en China sigue gobernando el todopoderoso y omnipresente partido comunista.

            Pero, ante la apertura de los próximos Olimpiadas de invierno en Sotchi –al borde del mar Negro, en el Cáucaso ruso‑, resulta inevitable recordar que, en su día, la decisión del Comité Olímpico de conceder a Pekín la organización de los Juegos del 2008 fue recibida, y condicionada, como una oportunidad de que el gigante amarillo avanzase en libertades. El progreso económico debería completarse con la participación de los ciudadanos en la política. No ha sido así, aunque algunas cosas van cambiando poco a poco.

            Vladimir Putin había recibido últimamente muchas críticas, dentro y fuera de Rusia. En el exterior se llegaba a plantear un boicot deportivo, para que la organización de los Juegos no se interpretase en modo alguno como aceptación implícita de políticas contrarias a los derechos humanos: tantas veces los dirigentes occidentales han puesto entre paréntesis esas libertades básicas en sus relaciones diplomáticas, por razones diversas, también de carácter económico.

            En el siglo XX se instrumentalizó noblemente el deporte como medio de presión política internacional. Fue relativamente frecuente en la guerra fría: España no acudió a Melbourne en 1956 por la invasión rusa a Hungría, y el Comité olímpico eliminó a la Sudáfrica del apartheid. Por su parte, sin la renuncia de los países de la órbita soviética a las Olimpiadas de Los Ángeles, el baloncesto español no habría ganado quizá su primera medalla de plata. En un mundo globalizado, todo suma para contribuir a la libertad y a la dignidad humana.

            Está por ver si es el caso de la Rusia actual. De hecho, existen dudas sobre las razones de fondo de los indultos, especialmente el del histórico oponente Mijaíl Jodorkovski. Como afirmaba Le Monde en su editorial del 21 de diciembre, “el presidente ruso no ha caído ante una súbita tentación democrática. No parece que haya abandonado su principio de gobernar mediante ucases, más o menos revestidos de un barniz legal”.  Ese indulto tiene mucha más carga política que la amnistía que beneficiará al grupo musical Pussy Riot, o a los militantes de Greenpeace que atacaron una plataforma petrolera en el Ártico el pasado mes de septiembre.

            En torno a Jodorkovski gravita la sensación de que Putin intenta una mejora de imagen, para atraer inversiones en tiempos de recesión económica, con estancamiento de los precios del petróleo, y su posible disminución si se derogan las sanciones a Irán. Se ha notado enseguida en la Bolsa de Moscú. El magnate de la extinguida petrolera Yukos fue hombre controvertido, pero la opinión pública ha ido evolucionando favorablemente de la mano de la oposición a Putin. Éste trata de ganar bazas adelantando “por razones humanitarias” la salida de la cárcel, prevista para agosto. Jodorkovski sigue sin reconocer su culpabilidad, como desearía el régimen, imbuido aún por la radicalidad de la confesión en el inquisitorial proceso penal soviético.

            Seguramente los presidentes de EEUU y Francia no asistirán a la apertura de los juegos de Sotchi –a diferencia de Pekín, 2008‑, pero de momento han tenido que reconocer la victoria diplomática de Vladimir Putin en el conflicto de Siria. Por si fuera poco la renuncia a apoyar a los rebeldes, por su conexión cada vez más clara con la Yihad islámica, el presidente ruso se ha permitido vetar en Nueva York la eventual condena al régimen de Assad tras los bombardeos que alcanzaron trágicamente a la población civil de Alepo.

            Al mismo tiempo, Putin ha forzado la situación en Ucrania, para alejar a Kiev de Bruselas. Veremos si puede mantener las concesiones económicas en materia de energía, y el gobierno local es capaz de reconducir el alto nivel de protestas ciudadanas. Pero de momento la Unión Europea ha perdido claramente la iniciativa a favor de Moscú.

 

            Con todas estas medidas, el presidente ruso consigue devolver a Rusia su condición de gran potencia, y evita ir a remolque de otros. Pero no se atisban cambios en la política interna y, en el plano personal, como se escribía en La Stampa de Turín el 20 de diciembre, Vladimir Putin parece haberse convertido en el Maquiavelo del siglo XXI.

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