Sudán: otra guerra olvidada

            A comienzos de abril, las agencias de prensa difundían una alerta de la oficina de la ONU que coordina las ayudas humanitarias para Sudán del sur. Es un Estado poco conocido –al gran público le sigue sonando quizá más Darfur‑, porque existe sólo desde julio de 2011, tras su separación del norte. El nacimiento del nuevo Estado fue precedido de casi cincuenta años de conflictos sangrientos, con un altísimo número de desplazados y refugiados. Hoy, casi cuatro millones de personas están al borde de la hambruna.

            El coordinador de la ONU, Toby Lanzer explicaba en términos patéticos la necesidad de alimentos, agua potable, alojamientos y atención médica para un millón de personas, justamente cuando se recrudece la guerra civil y disminuyen las aportaciones económicas para atender gastos ineludibles.

            En concreto, necesitan semillas para plantar, de modo que se puedan cosechar cereales el próximo enero: “Si no plantamos y no recogemos, nos enfrentaremos a una catástrofe sin precedentes, que afectará a siete millones de personas y hacer frente a esa emergencia costará mucho más dinero”, señaló Lanzer con el dramatismo que deriva de la situación.

            Muchos esperaban que la división de Sudán en dos Estados contribuyera a una paz definitiva. Pero los grupos sediciosos no entregaron las armas, y a mediados de diciembre se desencadenó de nuevo la guerra. Según la información de la ONU, el conflicto ha provocado unas 800.000 personas desplazadas dentro de Sudán, y otras 254.000 han huido buscando refugio en los países vecinos.

            Esas milicias sin apenas control han sido utilizadas en las luchas por el poder. El presidente de Sudán del sur, Salva Kiir, acusa del golpe de Estado producido el 15 de diciembre a su rival, el exvicepresidente Riek Machar. Éste representaría a los que, dentro del partido en el poder, el Movimiento de liberación de los pueblos de Sudán, se oponían a la que consideraban deriva dictatorial. Se ha producido de hecho una auténtica guerra civil, con miles de muertos. El conflicto es político, y también étnico, como en otros lugares de África, donde tras los armisticios no se llega a una reconciliación profunda, nada fácil por el número y extensión de las víctimas. En la práctica, nadie cumple las treguas, pactadas con ayuda de mediadores internacionales.

            Como suele suceder por desgracia, una de las peores partes corresponde a los cristianos. Lo contaba el 20 de marzo a un semanario italiano el administrador apostólico de Malakal, monseñor Roko Taban Mousa, refugiado en el seminario católico de Juba, la capital, 500 Km. al sur: “en 22 años de conflictos, nunca habíamos asistido a una devastación semejante”. Los creyentes lo han perdido todo: casas e iglesias fueron destruidas y saqueadas –como los hospitales y las farmacias. Esa diócesis comprende los territorios de los tres Estados más afectados por la violencia: Alto Nilo, Unità e Jongley.

            Confirma que el inicial conflicto político se está convirtiendo en una guerra de etnias, porque los dos líderes de las facciones pertenecen a los dos principales grupos tribales del país: Kiir a los dinka, y Machar a los nuer (población dominante en los Estados más afectados por la guerra). Como titulaba el 25 de febrero el enviado especial de Le Monde, es el “ciclo del caos”. Se suceden las masacres de uno y otro campo, sin distinción entre soldados y civiles.

            Y ahora comienza la estación de las lluvias, hasta noviembre. Durante esta época, todo se para, y la tercera parte de la población del sur de Sudán necesitará alimentos y asistencia social de las organizaciones internacionales. Los almacenes que preveían la situación han sufrido también los pillajes. La climatología podría detener o reducir la violencia. Pero las dos facciones pugnan por el control de Malakal, capital de Alto Nilo, centro estratégico por su proximidad a las más importantes instalaciones petroleras, principal fuente de riqueza de Sudán del sur.

            De todos modos, podría ser el momento de intensificar ese “diálogo político nacional para llegar a un acuerdo de paz global”, que desea y espera contra toda esperanza el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon. Los diplomáticos occidentales no confían en la negociación, al agudizarse las diferencias étnicas y los actos de venganza de ambas partes. Al cabo, un fracaso más de la ONU –a pesar de la presencia de una misión especial de cascos azules, que ha sufrido muchas bajas‑, pero sobre todo de la Unión Africana.

 
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