La actual crisis de liderazgo político puede abonar los fanatismos

Confío en que no le moleste esta anécdota a mi buen amigo Jesús Ballesteros, emérito de Filosofía del Derecho en la Universidad de Valencia. Hace unos días, por si no lo tenía, le informé del número especial de la revista Esprit dedicado a la violencia globalizada. Pensé que podía interesarle, pues ha pensado y escrito mucho y bien sobre la construcción de la paz. Se me ocurrió comenzar el mensaje electrónico con un “buenos días en esa tierra otrora pacífica”... Pensaba en Valencia, donde tantos y tan buenos ratos hemos pasado. No podía imaginar su respuesta: “¡Qué envidia me das! ¿Vas a estar mucho tiempo en París?” Mi leve ironía se prestó a confundir el Turia con el Sena. Y pensé que la expresión “otrora pacífica” puede aplicarse hoy por desgracia a infinidad de lugares, desde el Oriente Medio hasta el México lleno de violencia que visita estos días el papa Francisco.

No es excepción España, aunque terminó una legislatura que, salvo error por mi parte, ha sido la primera sin atentados terroristas. Pero no deja de aumentar la crispación y la intolerancia, como señalaba el domingo en su editorial el diario El País: “La polarización y la intransigencia política se filtran a toda la sociedad”.

Se ha perdido capacidad de diálogo, en la política como en la comunicación. Se han dilapidado grandes valores humanos y sociales que hicieron posible la transición desde la dictadura. Puestos a resumir, y aparte de lamentar revanchismos esperpénticos, diría que la derecha actual recuerda a una Alianza Popular que hacía la vida imposible a la UCD; y la izquierda, a la enfermedad juvenil de ácratas y gauches divines nada democráticas. Lo ha recordado hace unos días Félix de Azúa: “no éramos demócratas. Los demócratas eran los de UCD, a nosotros nos daba risa la democracia. Por darnos risa, nos daba risa incluso el socialismo. Entre los años 1976 y 1980 fue eso lo que cambió”. Y mucha gente de mi generación no puede por menos de sentir nostalgia ante una conquista de la libertad que transformó este país, y hace ahora agua por demasiadas grietas.

Con este número, Esprit comienza una nueva etapa desde su fundación por Emmanuel Mounier en 1932: la tradición humanista de fondo se abre a cuestiones muy vivas en la actualidad. Así, Antoine Garapon, excelente juez y brillante escritor, analiza la globalización provocada por la violencia yihadista. No faltan otros temas, como la discusión –tan actual en Alemania sobre la oportunidad de volver a publicar el gran manifiesto hitleriano, Mein Kampf, de dominio público desde el 1 de enero de 2016. El terrorismo ha modalizado profundamente la vida pública y social francesa el año precedente. El nuevo equipo de Esprit considera que es preciso enfocar de frente la violencia, y no esconderse detrás de miedos ideológico ni de odios políticos: sería el principio del fin de la violencia. En nuestro caso, de la crispación.

Mucho depende de la capacidad de alcanzar auténticos pactos educativos, de modo que los sistemas de enseñanzas sean escuelas de pensamiento y ciudadanía. Lo subraya una vez más el sociólogo francés Edgar Morin, en un extenso análisis publicado en Le Monde.frdel día 7, con el expresivo título “nadie nace fanático”.

Recuerda cómo la Unesco nació en gran medida a fin de promover una educación para la paz. Y, a modo de contrapunto, señala que “en tiempos de paz se puede desarrollar una forma extrema del espíritu bélico, que es el fanatismo”: implica considerarse portador de la verdad absoluta, la convicción de actuar por la causa más justa y la voluntad de destruir como enemigos a los oponentes y a quienes forman parte de un conjunto considerado perverso, nefasto.

En su dilatada vida –cumplirá 95 años en julio, ha experimentado el fanatismo de nazis y el estalinistas. Conoce también el maoísmo y el de los pequeños grupos terroristas en una Europa en paz: Baader Meinhof en Alemania, brigadas negras y rojas en Italia, ETA en España. Ofrecen a su juicio una estructura mental común. Es el final de un camino caracterizado por un radical déficit educativo, que impide advertir las causas de los errores, ilusiones o perversiones del conocimiento humano. Las principales son, a juicio de Morin, el reduccionismo, el maniqueísmo y la cosificación. Importa mucho arrancarlas de raíz, para evitar su radicalización.

¿Cómo no lamentar el excepto de maniqueísmo reduccionista en la vida pública? Lo sufrimos a diario en España, pero no arriendo las ganancias a quienes estén viviendo las primarias de Estados Unidos. No es sólo cosa de jóvenes inexpertos, mimados por padres y sistema. También aparece en adultísimos como Trump o Sanders. Sin duda, faltan líderes capaces de sacar a la actual civilización de una cierta superficialidad, que por desgracia podría evolucionar también en Occidente hacia el fanatismo y la violencia.

 
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