Algunas causas del declive de la natalidad en medio mundo

Natalidad.
Natalidad.

 

  

 Las razones de los grandes temores demográficos que arrancaron con Malthus han cambiado completamente de signo. Del miedo al exceso de población, estamos pasando al gran susto del envejecimiento. Los famosos informes del Club de Roma en los setenta dieron alas de progreso al control de nacimientos. Al contrario, la defensa de la natalidad se asociaba a la derecha reaccionaria y muy pronto a los extremismos emergentes. 

    Quienes no han actualizado su imaginario rechazarán por completo la llamada del presidente Macron al “rearme demográfico” de Francia. Probablemente lo incluirán en el argumentario para reprochar la evolución política hacia el centro, cuando no a la derecha. Con mayor motivo cuando, tras el gobierno interpartidista configurado tras la última crisis, Gabriel Attal ha sacrificado promesas en favor del medio ambiente para atemperar la revuelta agraria.

    También por esto, los Verdes arreciarán en su crítica, convencidos como están de que el incremento de la población juega contra la conservación del medio ambiente: si se reprocha a los seres humanos la responsabilidad de la degradación ecológica, se impone el principio a más habitantes más polución. Como de costumbre, aplican la ley del embudo: las grandes acusaciones se dirigen a Europa, y excluyen por completo a China –la tercera parte de las emisiones mundiales de CO2-, a pesar de la caída en picado de la natalidad que ha obligado a derogar prohibiciones demográficas inhumanas.

    Si en algo coinciden viejas y nuevas políticas es en el miedo, la gran causa quizá de la disminución de nacimientos: un enorme temor –individual y colectivo-, derivado de las múltiples incertidumbres ante el futuro personal, laboral y social que llevan a un pesimismo antropológico cercano al nihilismo. En ese miedo influyen también los abundantes conflictos bélicos regionales, con el riesgo de provocar una nueva guerra mundial.

    También aquí, como en tantos rasgos postmodernos, se funden enfoques contrapuestos. Prevalece el deseo de autoafirmación, que prima la propia voluntad frente a las estructuras, y olvida la naturaleza del ser humano: no se da la vida a sí mismo; la recibe con unas características insoslayables, aunque la exaltación de la libertad lleve a valorarlas como insoportables limitaciones. Pero la evolución recuerda demasiado el fin de la dramática parábola del mundo feliz de Aldous Huxley.

    Hannah Arendt escribió páginas luminosas sobre la condición humana, que enmarca las acciones, también la política, entre su fuerza y su fragilidad. Dio mucha importancia a la sucesión de las generaciones, al nacimiento de los hijos: vienen al mundo para renovarlo.

    De ahí las perspectivas de la maternidad, a pesar de viejas proclamas feministas sobre el cuerpo de la mujer, que pudieron estar justificadas en otros tiempos. El progreso científico y médico ha amplificado la libertad de las decisiones. Liberada justamente de opresiones o dominaciones, se abre camino también en el feminismo la concepción de la maternidad –hoy libremente asumida- como rasgo positivo de la plenitud humana de la mujer.

    En el plano colectivo, la disminución de los nacimientos y el envejecimiento de la población se han convertido en serios problemas de futuro –no sólo en Europa. Se impone la necesidad de revisar las políticas vigentes, siempre con máximo respeto a las decisiones personales: sobre todo, para eliminar obstáculos prácticos y facilitar la apertura a la vida.

    La mayor parte de los países desarrollados deberían plantearse esas reformas en dos campos decisivos nada fáciles: la vivienda y la armonización de trabajo y maternidad. El problema del alojamiento es común, pero los aspectos laborales gravitan mucho más sobre las madres, tantas veces discriminadas injustamente, incluso desde los procesos de selección de personal en las empresas.

 

    La socióloga Dominique Méda se refería recientemente a la razón de que haya ido avanzando la edad en que una mayoría de mujeres europeas tienen a sus hijos: son madres cuando el nacimiento no amenaza el acceso o el mantenimiento del empleo. Considera, por tanto, que la política más favorable al deseo de las parejas de tener hijos es la que apoya la igualdad de oportunidades en la vida profesional de ambos consortes, y la que permite mejorar la conciliación de vida familiar y laboral, para las madres y para los padres.

    En rigor, dentro de la Unión Europea el derecho de familia compete a los Estados, aunque la Eurocámara tiende a entrar en todo tipo de problemas, en la línea de la reciente recomendación de un reconocimiento común de la filiación en los Estados miembros (implicaría aceptar la maternidad subrogada, frente al amplio movimiento a favor de un convenio internacional que la prohíba). Pero, ante las elecciones de junio, sería deseable que los programas de los partidos no dejasen fuera los aspectos que afectan -indirecta pero decisivamente- a la natalidad.

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